Edmundo Moure Rojas
Es
antigua esta rutina, algo menos vieja que yo; ha cumplido cincuenta y
ocho años en marzo recién pasado y, por lo que veo, aún no
vislumbro fecha de término. Su metáfora es un sendero que se empezó
a recorrer ha mucho, en un negocio de ferretería, al sur de Santiago
de Chile, allá por 1959, emprendimiento iniciado por mi padre que no
llegaría a buen puerto. Desde entonces, hasta hoy, cuando cargo 76
febreros, el gallo del alba me despierta entre las seis y las siete
de la mañana, sin otro reloj que ese plumífero de una casaquinta
ubicada en la acera oriental de calle Hamburgo, comuna de Ñuñoa.
Mientras
camino por esta usanza de más de medio siglo, recuerdo una sobremesa
remota, allá, en nuestra casona de La Cisterna, cuando mi padre, sus
hermanos Manuel y José y algunos amigos comensales, hablaban sobre
el controvertido tema del trabajo, sus implicancias sociales y
filosóficas, sus calidades de redención y progreso, etcétera.
Tendría yo a la sazón nueve años de edad, pero ya acostumbraba a
meter baza en las conversaciones de los adultos, con frases hechas
que mi proverbial memoria fijaba en el magín. En una breve pausa de
los contertulios, dije: -“El trabajo honra y dignifica”. Todos
rieron, con aquiescencia admirativa, menos mi padre, que me
proporcionó un coscorrón con su pesada mano campesina… -¿Por qué
me pega?, le inquirí, desconcertado. –Por huevón –me dijo, ya
te enterarás más tarde de la tontería que has dicho.
Ahora
lo entiendo, paciente y laborioso lector. Aunque no puedo dejar de
agradecer al ejercicio disciplinado de la rutina ciertos beneficios
aleatorios que he recibido a lo largo de los años, más bien fruto
del uso (y abuso) constante de momentos hurtados al trabajo
pecuniario, para dedicarlos a esa pasión que no me abandona: la
literatura. Desde la época en que me desempeñé como dependiente,
cuando escondía bajo el mesón algún libro o cuaderno de
anotaciones donde pergeñaba mis primeros poemas (yo creía entonces
que lo eran), esperando las críticas de circunstancia de don Alfredo
Piola o de Tomás Lefever Chaterton, músico y cliente de la
ferretería. Ambos se enfrascaban en largas conversaciones con mi
padre, acerca de encendidos temas, como la Guerra Civil española o
la Revolución de Octubre.
Un
miércoles de primavera, Tomás Lefever entró en el local y me dijo:
-Joven poeta, le invito para el sábado venidero a Isla Negra;
viajaremos en camioneta, con un grupo de compañeros, para visitar a
nuestro gran Pablo y compartir un asado con él…
Era
una invitación extraordinaria, emocionante. Esos tres días fueron
para mí larguísimos, llenos del desasosiego propio de un novato a
quien le abriesen de súbito las puertas del Parnaso… Lucubré dos
preguntas inteligentes para planteárselas a Neruda. Como novel
promesa de las letras nacionales, me correspondía hacerlo.
Luego
de un viaje de más de cuatro horas, arribamos a la bella y
estrafalaria casa bajo los pinos de la costa. Había un nutrido grupo
de huéspedes, entre los que figuraban: Diego Muñoz, Homero Arce,
Raúl Mellado y Mario Ferrero (esto lo supe mucho después, por boca
de Lefever), pues en aquel instante solo tenía yo ojos para el
inmenso Pablo. Logré ubicarme a su vera y, después de saludarle
ceremoniosamente, le lancé mi primera pregunta… La verdad es que
no recuerdo ahora su contenido, pero debe haber sido algo como esto:
-¿Qué opina usted del influjo del surrealismo, a la vera de André
Breton, en la poesía chilena de la Generación del 38?
El
poeta me escrutó de arriba abajo, hablándome desde la cima de su
doble corpulencia: literaria y física, para responderme, con voz
gangosa y cascada: -“Mire, joven, nos hemos reunido aquí con un
grupo de buenos amigos para compartir un asado y no para hablar
huevadas”…
Me
hubiese enterrado allí mismo. No fui entonces capaz de reponerme
ante lo que para mí era un grosero exabrupto. Una década más tarde
iba a entenderlo. Así era Pablo Neruda, un genio torrencial del
lenguaje, un vate dionisiaco, siempre enamorado de los placeres
vitales, ajeno a todo academicismo intelectualizado; lo opuesto a
Borges, si se quiere. No recuerdo detalles del regreso a casa en
aquella tarde aciaga, pero sí tengo memoria de haber destruido mi
cuaderno de creaciones inéditas, bajo el despecho de una inesperada
derrota.
Vuelvo
a la rutina, como un modesto Pessoa chileno (me perdone el maestro
lisboeta), sumergiéndome en libros y papeles contables… Ahora que
mi jefe no me observa, escribo esta crónica que fue esbozada en la
caminata matutina hasta mi despacho.
Una
tía pragmática me recomendaba: -“Cuide su ocupación, hijo”,
frase que está en la misma línea de quienes sostienen, hasta la
saciedad: “Los empresarios dan trabajo”, es decir, son los
benefactores del sistema y sin su concurso munificente ninguna
economía puede sostenerse.
Regla
de oro, pues, que parece contradecir al mismísimo forjador
ideológico del capitalismo, el sesudo Adam Smith, quien escribiera:
“Por
lo general, el trabajador de la manufactura añade, al valor de los
materiales sobre los que trabaja, el de su propio mantenimiento y el
beneficio de su patrón
(empresario, emprendedor o propietario del medio de producción).
“Aunque
el patrón adelante los salarios a los trabajadores, en realidad
éstos no le cuestan nada, ya que el valor de tales salarios se
repone con el beneficio en el mayor valor del objeto trabajado”.
Claro
y preciso el tío Adam. Esto es la plusvalía, originada por la
adquisición, por parte del empresario, de la mano de obra
asalariada, al precio (vil) del mercado, valor que se incrementa en
beneficio de éste, sobre todo considerando que el sistema productivo
capitalista controla la fluctuación del precio-salario mediante el
mantenimiento de una tasa de cesantía (paro) que juega siempre en su
favor. Así, se vuelve máxima incontrarrestable la sentencia del
patrón: -“Si no estás conforme con lo que te pago, pues búscate
otro empleo”.
(Parece
que los conspicuos miembros de la Sociedad de Fomento Fabril, SOFOFA,
y otros “gremios” aprovechados no leen a Adam Smith).
Llevo
tanto tiempo cuidando mi trabajo, caro lector, que esta precaución
se ha vuelto hábito arraigado e inconsciente, como los movimientos
que hace el pastor para conducir, cada día, su piño a la majada. Es
la huella indeleble de la rutina, aunque ella tenga sorpresas y
sobresaltos, como la anécdota con Pablo; como el regalo de hace dos
años, cuando apareció mi editor con el primer volumen empastado de
mis Memorias
Transeúntes…
He aquí honra y dignificación, después de todo.
(Todavía
siento sobre la oreja el ardor producido por el coscorrón de mi
padre).
-Ánimo,
nunca flaquees, caminante.
Edmundo
Moure
Septiembre
2019
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