jueves, 2 de enero de 2020

La novela que Borges jamás escribió


Fernando Sorrentino


   

1. Impertinencias e imposibilidades
ELa Nación del 13 de julio de 1997, Juan-Jacobo Bajarlía se empeña en adjudicar a Jorge Luis Borges la paternidad de la novela policial El enigma de la calle Arcos.
Por desgracia, me veo en el deber de refutar al viejo amigo de tantos años. Sin pretender realizar un análisis puntilloso de su trabajo -cosa, por otra parte, imposible-, su lectura me deja la impresión general de que Bajarlía -hábil cultor del género fantástico- descubre sorprendentes relaciones de causa a efecto entre hechos totalmente desvinculados entre sí.
Gracias a él nos enteramos, por ejemplo, de que el diario Crítica publicó, en folletín, no sólo El enigma de la calle Arcos, firmado con el seudónimo de Sauli Lostal, sino también Los cortadores de manos, novela escrita en colaboración por Ulyses Petit de Murat, Ricardo M. Setaro, Enrique González Tuñón y Raúl González Tuñón; tenemos también una idea del argumento de esta novela; sabemos que la firmaba “Jaime Mellors”1 y que tal nombre correspondía al del guardabosque de El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence. Se nos informa que el diario Noticias Gráficas publicó, también en 1932 y en folletín, El crimen de la noche de bodas, de Jacinto Amenábar, seudónimo de Alberto Cordone. Con igual pertinencia se nos hace recordar que, “mucho antes”, en 1904, la revista Caras y Caretas había publicado El paraguas misterioso, cuyos capítulos escribieron sucesivamente Eduardo L. Holmberg, José Ingenieros, Carlos Octavio Bunge, David Peña, Alberto Ghiraldo, Roberto J. Payró “y otros notables de la época”…
Todo esto es muy ilustrativo, pero no resulta fácil saber qué relación guardan tales hechos con Borges y con El enigma de la calle Arcos.
Según Bajarlía, fue Ulyses Petit de Murat quien le reveló el secreto de que Borges había escrito El enigma de la calle Arcos. Más aún, “la novela fue escrita al correr de la máquina. Borges le dedicaba un par de horas por día”. Y “fue escrita por Borges para ensayarse en ese género”.
Evitando entrar en ninguna clase de suspicacia, prefiero formular dos preguntas retóricas:
1) ¿Para qué querría Borges ensayarse en un género -la novela- que jamás había ejercido y que jamás ejercería?2
2) ¿Cómo Borges, que nunca supo escribir a máquina,3 podría redactar una obra de un género que no le interesaba y, por añadidura, al correr de tan diabólico aparato?

2. El enigma ya es una parodia imparodiable
Bajarlía le había hecho notar a Petit de Murat que “esa obra presentaba una gran disimilitud de estilo respecto de los otros libros de Borges”. (Por supuesto, la palabra otros es insidiosa, pues supone petición de principios: pretende establecer que Borges escribió El enigma de la calle Arcos y, además, otros libros.)
Yo he leído El enigma, y estoy por completo de acuerdo con la opinión de Bajarlía. Pero se me ocurren algunas observaciones, que provienen de mi experiencia de asiduo lector y -por qué no- de ocasional narrador.
Creo que nadie puede escribir totalmente en un estilo ajeno: aun quien se proponga la más descarada parodia termina, tarde o temprano, por hacer asomar su estilo entre los párrafos que va elaborando. Recordemos que, en los pocos casos en que Borges ensayó textos paródicos (algunos relatos de la Historia universal de la infamia o en los versos y el habla del ridículo Carlos Argentino Daneri, de “El Aleph”), siempre, detrás de su escritura burlesca, aparecen la inteligencia deslumbrante, la sutileza, el delicado matiz y las mil y una virtudes que conocemos como estilo borgeano.
Dicho esto, afirmo con todas las letras que, en ninguna circunstancia real o imaginada, Borges -ni ebrio, ni dormido, ni víctima de los efectos de atroces alucinógenos- podría escribir párrafos como los que siguen, que en El enigma se prodigan desde el principio hasta el fin.4
Empecemos con el retrato de uno de los personajes:
Juan Carlos Galván podía tener unos cuarenta años; acaso no tuviera ni treinta y cinco, pues mientras el rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud.
Sus ojos grandes, verdemar, eran ojos de niño, aunque -en su plácido mirar- tenían un no sé qué de severo, agreste y cruel. Encarnaba, en todo caso, el prototipo del gran señor. Sus gestos eran parcos y desenvueltos, su conversación culta y sobria. Notábase en sus ademanes un sello de inconfundible distinción que, unido a su innata sencillez y amabilidad, hacíale en seguida atrayente. Más bien alto, robusto, pero esbelto, bien proporcionado, muy varonil, tal -a vuela pluma- uno de los principales personajes de este dramático episodio (cap. I, págs. 27-28).
Sigamos con esta inolvidable reflexión:
Porque -y se nos conceda este paréntesis netamente psicológico- hay que convenir que nos sentimos siempre un poco atraídos hacia todo lo que encarna el mejoramiento físico de la raza humana y si a esa mejora corporal se aúna preclara inteligencia la atracción aumenta y -a veces- se torna casi absoluta (cap. III, pág. 55).
Y ahora con la joven que es dulce, buena, sumisa, desinteresada, abnegada y sincerísimamente cariñosa (sin dejar de prestar atención a la dupla concluyó/concluyente y al verbo cautivándose como extravagante sinónimo de ganándose):
Con su desprecio y enorme altanería me arrojó definitivamente en los brazos de una joven que con dulzura, bondad, sumisión, desinterés, abnegación y sincerísimo cariño concluyó por conquistarme en forma concluyente cautivándose todo mi afecto, consiguiendo todo mi amor (cap. IV, pág. 78).
Y terminemos observando esta catarata de adjetivos, donde el único sustantivo que queda sin modificar es parte:
El multimillonario Juan Carlos Galván, además de ocupar el alto cargo de gerente general de una poderosísima compañía argentina de seguros generales, formaba parte también de varios directorios de sociedades anónimas, de las que era, al mismo tiempo, fuerte accionista (cap. II, pág. 40).
Nueva pregunta retórica: ¿pudo ser Borges el redactor de tales desatinos?

3. El autor de El enigma
Promediando el artículo de Bajarlía, se repite el procedimiento de aducir hechos aleatorios, ahora referidos a tres de los antepasados de Borges, a quienes el autor ubica, según su “importancia”, en una suerte de tabla de posiciones: Francisco Narciso de Laprida, Manuel Isidoro Suárez -abuelo (y no bisabuelo) materno de doña Leonor Acevedo- y Francisco Borges. En seguida consigna que el protagonista “se llama Horacio Suárez Lerma. Suárez es el apellido del bisabuelo [sic] de la madre de Borges. Lerma pudo ser una transposición5 de Laprida”.
Más adelante leemos: “Todas estas precisiones, que, paradójicamente, pueden considerarse conjeturas, explican que sesenta y cuatro años después de la publicación de El enigma […], todavía no haya aparecido el denominado Sauli Lostal”.
Aunque yo no hablaría justamente de precisiones, sino más bien de su antónimo, y, puesto que, de cualquier manera, yo ya estaba absolutamente seguro de que Borges, por razones estilísticas, jamás habría redactado la absurda prosa de El enigma, prefiero, entonces, echar luz sobre la parte final del párrafo transcripto.
El hecho es que sí se sabe quién fue Sauli Lostal.
Las cosas ocurrieron así:
El 27 de febrero de 1997, el diario Clarín publicó la siguiente carta del lector Tomás E. Giordano:
En la sección Libros Recomendados del 13 del actual, de ese prestigioso diario, veo anunciado El enigma de la calle Arcos, como primera novela policial argentina. Como también se expresa que el autor continúa sin conocerse, creo poder aportar una información al respecto. Sauli Lostal es Luis Stallo a l’anvers6 y fue el seudónimo adoptado por el autor para firmar el mencionado relato.
Tuve ocasión de conocer al mismo por intermedio de mi padre, con quien mantuvo una breve relación comercial. No se trataba de un hombre de letras sino vinculado a los negocios.
Caballero itálico y poseedor de una apreciable cultura, se había radicado en nuestro país a la zaga de numerosos viajes por el mundo. Su espíritu inquieto, apoyado en una indeclinable dedicación a la lectura, lo indujo a participar en 1933 en un certamen auspiciado por el vespertino popular de entonces Crítica, que proponía a sus lectores encontrar un desenlace más ingenioso para El misterio del cuarto amarillo, de Gaston Leroux, ya que, según opinión del diario, el final de la novela decepcionaba un poco.
Stallo se impuso con un relato al que intituló como se menciona en el primer párrafo, y a raíz de ello se publicó en volumen lanzándose una primera tirada, que era el premio instituido por la editorial. Que haya merecido ser citado por Borges7 da una pauta de que el lauro no estuvo desacertado.
A los afanes de Alejandro Vaccaro8 debemos la total elucidación del enigma de El enigma:
Esta carta [se refiere a la de Tomás E. Giordano] y una conversación telefónica con su autor nos llevaron a despejar cualquier tipo de dudas sobre la veracidad de sus dichos. Para más abundar, se consultaron las guías telefónicas de esos años que dan cuenta -1928, 1930, 1931 y 1932- de la existencia de Luis A. Stallo, domiciliado en distintos lugares de Buenos Aires (Cerrito 551, Victoria 1994 y Uruguay 34).
Al conocerse al verdadero autor del crimen, Jorge Luis Borges queda liberado de culpa y cargo, sin afectar su buen nombre y honor.
Es una pena que Juan-Jacobo, “con más ligereza que culpa”,9 no haya conocido, antes de redactar el suyo, el trabajo de Vaccaro, cuyas conclusiones, definitivas e irrebatibles, han vuelto superfluos tantos juegos de palabras y tantas fantasías de ayer y de hoy (y, seguramente, de mañana).

Notas
1. Ésta es una verdad a medias: el amante de lady Chatterley se llamaba Oliver Mellors.
2. Afirmó Borges: “[…] nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin” (Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, El Ateneo, 1996, pág. 219).
3. Según su sobrino Miguel de Torre, que tuvo el privilegio de observar a Borges en el acto de escribir, lo hacía muy lentamente, siempre a mano y jamás fuera de su casa, donde, además, necesitaba silencio absoluto. Asimismo, me informó que Borges no sólo no sabía escribir a máquina, sino que, inclusive, habría sido incapaz de colocar la hoja de papel en el carro.
4. Todas las citas de El enigma de la calle Arcos corresponden a la reedición publicada en 1996 por Ediciones Simurg, de Buenos Aires.
5. Teniendo en cuenta que la retórica define la transposición como “Figura que consiste en alterar el orden normal de las voces en la oración” (DRAE), nos damos cuenta de que es un sinónimo de hipérbaton. Con seguridad, Bajarlía escribió transposición cuando debió haber escrito metátesis. Sea como fuere, las metátesis silábicas posibles de Laprida son exactamente cinco: LadapriPriladaPridalaDalapri y Daprila. Las literales son muchas más. Pero no hay modo de que Lerma se cuente ni en las unas ni en las otras.
6. Claro que Sauli Lostal no es el revés de Luis A. Stallo, sino un anagrama.
7. En realidad, Borges jamás citó El enigma de la calle Arcos. A lo sumo, lo habrá aludido, de manera encubierta, y como una broma para sus amigos, en el famoso párrafo de “El acercamiento a Almotásim”: “La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City” (Historia de la eternidad, 1936).
8. Alejandro Vaccaro, “El fin de un enigma”, revista Proa, tercera época, nº 28, Buenos Aires, marzo-abril de 1997, págs. 21-23.
9. Borges, “Los teólogos”, El Aleph.

[Este artículo se publicó en el diario La Nación, Buenos Aires, 17 de agosto de 1997.]

Una cuestión de estilo
ELa Nación (Cultura, 26/X/97), Juan-Jacobo Bajarlía -intentando refutar mi artículo del 17/VIII/97- insiste en adjudicar a Jorge Luis Borges la autoría de la novela El enigma de la calle Arcos.
Cada persona del universo visible muestra, en cualquiera de sus acciones, un conjunto exclusivo de rasgos peculiares que constituyen lo que conocemos habitualmente como estilo. El estilo se manifiesta en todas los aspectos posibles de la conducta humana e, indefectiblemente, singulariza, en un sentido u otro, a su poseedor.
Los escritores que en este mundo han sido, son y serán, tienen, por fatalidad ineluctable, un estilo propio, y este estilo, desde luego, ocupará un lugar equis en la gama que va desde el estilo -digamos- “excelso” hasta el estilo -digamos- “horrendo”.
Ahora bien, un prójimo poco avezado a la lectura podrá, acaso, confundir, por ejemplo, el estilo de Bartolomé Hidalgo con el estilo de Hilario Ascasubi, ya que ambos poetas comparten ciertas zonas literarias: tal confusión está dentro de las cosas que pueden ocurrir (pero ni siquiera en este caso se confundirá un lector medianamente experto).
Narradores hay de eficaz estilo, y otros hay de estilo torpe. No diré nada nuevo al afirmar que Borges pertenece al primer grupo, y tampoco vacilaré en asignarle un lugar en el último al autor de El enigma de la calle Arcos.
Conjeturar que Borges -nada menos que Borges- pudo haber perpetrado las desmañadas páginas de esta novela constituye, sin duda, un legítimo tema de conversación para una amable (y olvidable) charla de café.
No obstante, tal desvarío equivaldría, por ejemplo, a defender la hipótesis de que Antonio Vivaldi ha compuesto, por encargo del señor Pocho la Pantera,* la partitura de “El hijo de Cuca” o de que los versos escandidos por Ricky Maravilla en “Qué tendrá el petiso” se deben a la inspiración de Luis de Góngora: hasta tal punto son tan obvias como siderales las diferencias de estilo existentes entre cualquier prosa de Borges -sea de la época que fuere- y cualquier párrafo de El enigma de la calle Arcos.
Borges nos ha legado, para nuestro placer, muchas obras propias admirables. Es del todo injusto, pues, que intenten atribuirle una ajena que vale muy poco.
*Información para el lector no argentino. Pocho la Pantera y Ricky Maravilla son sendos cantantes de un género musical “popularísimo” cuyos méritos me cuidaré de intentar siquiera discernir.
[Inédito.]


© Fernando Sorrentino 1997, 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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