
LA RONDA DE SAN MIGUEL
Por Cristián Vila Riquelme
Esta
novela de Juan Rivano, (La Ronda de San Miguel; Bravo y Allende
Editores, Chile, 2006), enjundiosa, entretenida y llena de perspectivas,
nos coloca, de lleno, en lo que él, más de alguna vez, ha llamado
“estar entre la lucidez y la impotencia”. Precisamente, las cartas
marcadas son varias, los ases no están en una pura manga, el juego mismo
es muchos juegos, y nosotros nos encontramos allí, sin poder hacer nada
que no sea ser el testigo implacable del que habla Camus, o el testigo
impotente del que habla Sábato. Pero, al mismo tiempo, sumergirnos en
los lugares tutelares de la infancia (en este caso el río Tutuvén, por
ejemplo, que está allí como detonante y punto de apoyo, y que fluye
durante todo el transcurso de la novela como la vida misma), en las
disquisiciones y esquizofrenias y equívocos de la infancia (¿quién no
jugó alguna vez a “esta es la ronda de San Miguel, el que se ríe se va
al cuartel”?).
Rivano sabe cómo jugar sus cartas, aunque sean
marcadas. Sabe tirarlas en medio de la mesa como una especie de
serpiente desplegada; sabe, luego, cortarlas, como si se tratara de una
especie de rito pagano en el que se nos va la vida. Sí, porque sus
evocaciones de las bellas son siempre paganas, siempre en el río,
siempre entre faldas que se mueven con el viento y que dejan adivinar lo
que hay debajo (y más allá), siempre reticentes pero dejando entrever
que todo podría pasar. El autor aquí se las trae, y con creces. Sus
descripciones de las bellas y de los momentos en los cuales el
protagonista (él) las divisa, las admira, las desea, forman ya parte de
la literatura del deseo (y que debería ser toda la literatura, claro
está). Es decir, Rivano, con su novela, quiéralo él o no, está inscrito
en esa literatura del deseo de la que ya hablábamos, esto es, una
literatura del cuerpo, de la tierra, del tiempo inexistente en tanto
pathos o del tiempo como mera exactitud de la inexactitud, de lo que
somos como fragmentaridad. Esa esquizofrenia grandiosa de los juegos
infantiles los describe Rivano como la vida misma, como si fuese lo
único con lo que contamos cuando somos pequeños y, de paso, la
esquizofrenia mayor, aquella que nos hace ponernos alertas cuando el
Poder nos dice que somos Uno ( la Patria, la Madre, la Familia, el
Colegio, los Profesores, el Partido, la Ciudad o el Pueblo), y que,
posteriormente, nos revelará aquello que a nadie le gusta saber que es
lo que es: no hay nada más allá de esos juegos, nadie está allí para
decirnos que el juego se juega así, ninguno de nosotros es mejor que el
otro como para decirle que la vida se juega de esta manera o, como dicen
los mapuche: yo no soy superior a mi hermano.
Rivano aparentemente
narra su infancia, el entorno de su infancia, los mitos y las leyendas
de ese entorno, los personajes que poblaron ese entorno. Narra, podría
decirse, desde una perspectiva analítica o reflexiva. Cada suceso tiene
su enjundia conceptual, nada es, en suma, mera gratuidad sin
importancia. Todo tiene su afán. Todo es parte de la construcción de un
destino o, como nos diría Heráclito, el carácter es el destino. Porque
los contrapuntos que el autor utiliza en esta extraordinaria novela
tienen que ver directamente con la consigna heracliteana y su perpetuum
movile. Y por eso, pura afirmación y maravillamiento frente al
transcurrir de esta vida que somos.
Crónica escrita en febrero de 2007.-
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