Eduardo Dalter, nació en Buenos Aires, Argentina, en el año 1947. Se trata de un poeta e investigador cultural que ha dedicado parte de su vida a difundir la poesía latinoamericana. Sus trabajos se encuentran dispersos en distintas revistas internacional. Más de una veintena de obras poética y de prosas recorren bibliotecas. Sus charlas se han expandido hasta Europa.
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A mi mujer le gustan los cantantes.
Siempre, desde casi adolescente fue tras ellos.
Quería música y más música para acompañar
sus días y sus noches.
Música, ya sea interpretada con la boca,
o con la boca de una pistola, de un fusil,
o bien cantada con un lápiz.
A mi mujer, locamente. le gustan los cantantes.
De qué modo canten y con qué instrumentos
se acompañen, eso no le importa.
Ella sólo quiere música sin trampas,
para darle otro color al mundo
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De Hojas de sábila
Buenos Aires, 1987-1992
Seguramente
haya otro lugar
más allá de este pozo
y de este horizonte seco
y quebradizo. Un lugar
para sentirse más palpable
y que hay que edificar aquí.
más allá de este pozo
y de este horizonte seco
y quebradizo. Un lugar
para sentirse más palpable
y que hay que edificar aquí.
Hay
un momento en que antes de ir,
de volver, el ave, o pájaro extraño
–formas humanas de este vuelo–,
mira ensimismado su plumaje;
hay un momento, o borde o filo,
en que calla, calla, y canta al fin
unas pocas notas ásperas.
de volver, el ave, o pájaro extraño
–formas humanas de este vuelo–,
mira ensimismado su plumaje;
hay un momento, o borde o filo,
en que calla, calla, y canta al fin
unas pocas notas ásperas.
Macuro, Río Caribe, 1996-1998
El
alacrán
y la culebra
son nuestros vecinos
de lo alto
y de
lo bajo.
Debemos pasar
siempre cerca
de sus bocas
y sus ojos.
También ellos
ven el mar,
su galope
eterno
y su negrura.
El alacrán
y la culebra
milenarios
son nuestros vecinos.
y la culebra
son nuestros vecinos
de lo alto
y de
lo bajo.
Debemos pasar
siempre cerca
de sus bocas
y sus ojos.
También ellos
ven el mar,
su galope
eterno
y su negrura.
El alacrán
y la culebra
milenarios
son nuestros vecinos.
Buenos Aires, 2000-2001
Una
botella
rota
en la cuneta,
¿quién la bebió?,
¿quién
la rompió?
Una botella
rota,
con su etiqueta
y su barro.
Su pico
apunta
al cielo,
y si te acercas,
a tu frente,
como un dedo
vacío,
sin uña,
sólo borde.
Una botella
rota,
más allá de todo
olvido,
en la media cuadra
del suburbio.
rota
en la cuneta,
¿quién la bebió?,
¿quién
la rompió?
Una botella
rota,
con su etiqueta
y su barro.
Su pico
apunta
al cielo,
y si te acercas,
a tu frente,
como un dedo
vacío,
sin uña,
sólo borde.
Una botella
rota,
más allá de todo
olvido,
en la media cuadra
del suburbio.
Andén
Un
hueco, un vacío
de tormenta
en las miradas,
en la voz, las voces,
y un desierto
precario
en la espera.
de tormenta
en las miradas,
en la voz, las voces,
y un desierto
precario
en la espera.
Ese hombre inclinado con su palo
en medio del basural,
donde las bolsas de nailon
y los olores gruesos,
en marejada,
cubren el paisaje,
no busca la felicidad,
en cualquiera de sus versiones,
o acaso sí
creyó ver un atajo
allá, en los límites
del horizonte,
entre bolsa y bolsa,
o recuerdo y recuerdo;
una felicidad fugaz,
con un palo,
o posible o creíble,
mientras el sol lo alumbra.
Buenos Aires, 2006-2007
Sentada
junto a la
ventanilla
ves pasar las estaciones,
los puentes
y las esquinas
de suburbio,
como no viéndolos, o
como mirando
una película, que es
la misma
de hace un año
o parecida;
después mirás tus
manos,
tus uñas a medio
despintar,
y a los pasajeros
apiñados
con sus ojos y sus
aires,
todos con un cansancio
distinto
y semejante, hasta que
abrís
el libro que traías
en el bolso
–el tomo II de Paul
Eluard–
para cerrarlo en la
estación
entrante, y seguir
cavilando
o buscando un
detalle,
un color, un brillo,
y todo
como en un diario
viaje
de secuencias, que
te animan
a mirar, tocar, tu
soledad
de manera cierta,
o conveniente;
tu soledad más
íntima,
que entibia y
pinta
hasta tus párpados.
ventanilla
ves pasar las estaciones,
los puentes
y las esquinas
de suburbio,
como no viéndolos, o
como mirando
una película, que es
la misma
de hace un año
o parecida;
después mirás tus
manos,
tus uñas a medio
despintar,
y a los pasajeros
apiñados
con sus ojos y sus
aires,
todos con un cansancio
distinto
y semejante, hasta que
abrís
el libro que traías
en el bolso
–el tomo II de Paul
Eluard–
para cerrarlo en la
estación
entrante, y seguir
cavilando
o buscando un
detalle,
un color, un brillo,
y todo
como en un diario
viaje
de secuencias, que
te animan
a mirar, tocar, tu
soledad
de manera cierta,
o conveniente;
tu soledad más
íntima,
que entibia y
pinta
hasta tus párpados.
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