domingo, 27 de julio de 2014

Fotografías de viajes




CRÓNICAS IMPERTINENTES
Por Juan Cameron

Fotografías de viajes


Juan Luis Martínez odiaba tomarse fotos. A mí me parecía una pose; pero con el tiempo fui descubriendo sus razones. La doble papada, un ojo más caído que el otro, el mejor lado, son razones suficientes para controlar y autorizar las tomas. Ahora lo entiendo; Martínez era un maestro.
Por esos años, antes de la llegada de los gadgets y los devices y toda la parafernalia posmoderna, se cargaba una cámara con un simple rollo de 35 mm. Y cualquiera, ducho en el arte de la imagen y la oportunidad, podía enfocar, dar la luz y la velocidad correspondiente y, con suerte, obtenía una pieza de joyería. En esos marcos, Claudio Bertoni era, o es, un excelente fotógrafo. Hoy, en cambio, cualquier hijo de vecino (por decir lo menos) toma fotografías con un teléfono celular o con cualquier aparatito que ya envidiaría el James Bond de las primeras películas.
No hay nada más inoportuno que una fotografía instantánea. Resulta una verdadera violación a la intimidad, al derecho de imagen. El mayor placer, se me ocurrió hace unos meses en el Aeropuerto Internacional de El Salvador, es armar el escenario disfrutarlo y negar toda posibilidad de registrarlo con esos desgraciados utensilios de moda. La idea no fue gratuita. Ocurre que ya iba saliendo del lugar, con mi maleta a la rastra, cuando me detuvo un policía con un simpático labrador que insistía en descubrir drogas en mi equipaje. Ante la mirada de cuatrocientos curiosos que esperaban pasajeros, entre ellas el poeta Otoniel Vergara, organizador del encuentro al que yo iba invitado, y un grupo grande de escritores asistentes, debí abrir mi maleta en el suelo, mostrar la bolsa de aseo y remedios y explicarle, al aún más simpático policía, que mi señora esposa me había despachado con pastillas para las más increíbles circunstancias. Sólo entendió al certificarle, papelese en mano, mi condición de diabético. Al superar el problema ycuando Otoniel corría en mi auxilio, pude percatarme que casi la totalidad de mis colegas me había fusilado con sus simpáticas imágenes de bienvenida. Tiempo después la magnífica Coral Bracho, de México, confesaría su emoción al ver llegar a tan importante poeta ciego en compañía de su lazarillo.
Una serie de fotografías registran ese glorioso ingreso al istmo centroamericano. Y luego siguieron otras. Yo, en cambio, evité llevar la cámara digital; suponiendo que casi todos los invitados lo harían, como en realidad ocurrió. Por supuesto, durante los meses siguientes mis gentiles colegas bombardearon con enormes series de registros gráficos mi anticuado computador. Me apresuré a guardarlos y olvidarlos en un disco compacto; ventajas de la ultra modernidad.
Estas fotografías al azar relatan la historia viva del deterioro. En una aparezco sudado, con una barriga enorme (mero efecto óptico) y unos bíceps dignos de campo de concentración. Al parecer me sorprendieron eructando. En otra saludo a cierta autoridad con una cara de imbécil propia para la ocasión. Se trata de tomas deleznables. Cada día respeto más a mi querido Juan Luis Martínez.
Para el próximo viaje no olvidaré cargar la máquina maldita. Porque, después de todo, yo mismo me perdí magníficos encuadres. En uno, a modo de simple ejemplo, el anciano Eugeni Evtuchenko, vestido de payaso y con pinta de galán de mala muerte, reclama su derecho a pernada y apura a las muchachas como patrón de fundo; en otra un invitado guatemalteco me cuenta con orgullo que fue tambor mayor de la Escuela Militar y saludó personalmente al general Ríos Montt. Será para la próxima, me digo.
Una semana después viajé a San José. El poeta Norberto Salinas me invitaba por segunda vez a su encuentro y en esta oportunidad debía firmar un contrato con la Editorial Costa Rica, y sería recibido en Alajuela, puesto que años atrás obtuve el premio organizado por esa ciudad. Distinto e igualmente intenso, este congreso literario se llenó de escritores y de cámaras digitales. Con excepciones, por cierto. Blanca Luz Pulido fotografiaba pájaros y árboles; Guadalupe Elizalde atesoraba emociones. El argentino Juan Gelman, por su parte, no estaba ni ahí con este tipo de imágenes.
Y como no todos los poetas son pobretones, como usualmente se cree, nuestro generoso Popo Dadá recibió a la cincuentena de adláteres en su Tortuguero Lodge, en las mismísimas orillas del Caribe. Las imágenes se repetían con escándalo: nidos de oropéndolas como lágrimas, olor a nafta en los muelles, calor y trópico y canales plagados de pétalos para nuestro curvilíneo navegar. Mostrar esas fotos sería un asco.
Pero hay una que me interesa. Estoy dentro de la piscina con un whisky en la mano. Bajo un toldo, sentados en sillas de playa, Gelman y unas poetas mexicanas charlan conmigo al atardecer. Unas gruesas nubes sirven de telón de fondo. ¿Para qué perder esa imagen? Le pedí a mis colegas que por favor no captaran esa toma, que la dejaran pasar, que después la historia, seguramente, la iba a reproducir en distintas y curiosas versiones. Martínez tenía razón; no fotografiarse es ser un perdonavidas.

crónica escrita en 2007.-

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