
CRÓNICAS IMPERTINENTES
Por Juan Cameron
Fotografías de viajes
Juan Luis Martínez odiaba tomarse fotos. A mí me parecía una pose; pero
con el tiempo fui descubriendo sus razones. La doble papada, un ojo más
caído que el otro, el mejor lado, son razones suficientes para
controlar y autorizar las tomas. Ahora lo entiendo; Martínez era un
maestro.
Por esos años, antes de la llegada de los gadgets y los
devices y toda la parafernalia posmoderna, se cargaba una cámara con un
simple rollo de 35 mm. Y cualquiera, ducho en el arte de la imagen y la
oportunidad, podía enfocar, dar la luz y la velocidad correspondiente y,
con suerte, obtenía una pieza de joyería. En esos marcos, Claudio
Bertoni era, o es, un excelente fotógrafo. Hoy, en cambio, cualquier
hijo de vecino (por decir lo menos) toma fotografías con un teléfono
celular o con cualquier aparatito que ya envidiaría el James Bond de las
primeras películas.
No hay nada más inoportuno que una fotografía
instantánea. Resulta una verdadera violación a la intimidad, al derecho
de imagen. El mayor placer, se me ocurrió hace unos meses en el
Aeropuerto Internacional de El Salvador, es armar el escenario
disfrutarlo y negar toda posibilidad de registrarlo con esos
desgraciados utensilios de moda. La idea no fue gratuita. Ocurre que ya
iba saliendo del lugar, con mi maleta a la rastra, cuando me detuvo un
policía con un simpático labrador que insistía en descubrir drogas en mi
equipaje. Ante la mirada de cuatrocientos curiosos que esperaban
pasajeros, entre ellas el poeta Otoniel Vergara, organizador del
encuentro al que yo iba invitado, y un grupo grande de escritores
asistentes, debí abrir mi maleta en el suelo, mostrar la bolsa de aseo y
remedios y explicarle, al aún más simpático policía, que mi señora
esposa me había despachado con pastillas para las más increíbles
circunstancias. Sólo entendió al certificarle, papelese en mano, mi
condición de diabético. Al superar el problema ycuando Otoniel corría en
mi auxilio, pude percatarme que casi la totalidad de mis colegas me
había fusilado con sus simpáticas imágenes de bienvenida. Tiempo después
la magnífica Coral Bracho, de México, confesaría su emoción al ver
llegar a tan importante poeta ciego en compañía de su lazarillo.
Una
serie de fotografías registran ese glorioso ingreso al istmo
centroamericano. Y luego siguieron otras. Yo, en cambio, evité llevar la
cámara digital; suponiendo que casi todos los invitados lo harían, como
en realidad ocurrió. Por supuesto, durante los meses siguientes mis
gentiles colegas bombardearon con enormes series de registros gráficos
mi anticuado computador. Me apresuré a guardarlos y olvidarlos en un
disco compacto; ventajas de la ultra modernidad.
Estas fotografías
al azar relatan la historia viva del deterioro. En una aparezco sudado,
con una barriga enorme (mero efecto óptico) y unos bíceps dignos de
campo de concentración. Al parecer me sorprendieron eructando. En otra
saludo a cierta autoridad con una cara de imbécil propia para la
ocasión. Se trata de tomas deleznables. Cada día respeto más a mi
querido Juan Luis Martínez.
Para el próximo viaje no olvidaré cargar
la máquina maldita. Porque, después de todo, yo mismo me perdí
magníficos encuadres. En uno, a modo de simple ejemplo, el anciano
Eugeni Evtuchenko, vestido de payaso y con pinta de galán de mala
muerte, reclama su derecho a pernada y apura a las muchachas como patrón
de fundo; en otra un invitado guatemalteco me cuenta con orgullo que
fue tambor mayor de la Escuela Militar y saludó personalmente al general
Ríos Montt. Será para la próxima, me digo.
Una semana después viajé
a San José. El poeta Norberto Salinas me invitaba por segunda vez a su
encuentro y en esta oportunidad debía firmar un contrato con la
Editorial Costa Rica, y sería recibido en Alajuela, puesto que años
atrás obtuve el premio organizado por esa ciudad. Distinto e igualmente
intenso, este congreso literario se llenó de escritores y de cámaras
digitales. Con excepciones, por cierto. Blanca Luz Pulido fotografiaba
pájaros y árboles; Guadalupe Elizalde atesoraba emociones. El argentino
Juan Gelman, por su parte, no estaba ni ahí con este tipo de imágenes.
Y como no todos los poetas son pobretones, como usualmente se cree,
nuestro generoso Popo Dadá recibió a la cincuentena de adláteres en su
Tortuguero Lodge, en las mismísimas orillas del Caribe. Las imágenes se
repetían con escándalo: nidos de oropéndolas como lágrimas, olor a nafta
en los muelles, calor y trópico y canales plagados de pétalos para
nuestro curvilíneo navegar. Mostrar esas fotos sería un asco.
Pero
hay una que me interesa. Estoy dentro de la piscina con un whisky en la
mano. Bajo un toldo, sentados en sillas de playa, Gelman y unas poetas
mexicanas charlan conmigo al atardecer. Unas gruesas nubes sirven de
telón de fondo. ¿Para qué perder esa imagen? Le pedí a mis colegas que
por favor no captaran esa toma, que la dejaran pasar, que después la
historia, seguramente, la iba a reproducir en distintas y curiosas
versiones. Martínez tenía razón; no fotografiarse es ser un
perdonavidas.
crónica escrita en 2007.-
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