
CRÓNICAS IMPERTINENTES
Por Juan Cameron
(Valparaíso, Chile. Poeta)
Defensa del idioma
Cierta
vez en Budapest (bonito nombre para iniciar una nota) encontramos,
Sergio Holas y yo, a una señora que nos habló en castellano. Por ahí,
compañeros, nos indicó con un señero grito mientras, plano en mano,
buscábamos alguna salida conocida desde el Metro, en la Deán Ferenc tér.
La dama vestía de campesina y llevaba un pañuelo sobre su cabeza. De
seguro, pensamos, se trataba de una combatiente de las Brigadas
Internacionales rescatada desde algún álbum fotográfico.
Era
sorprendente que alguien hablara español a esas alturas. El idioma más
cercano a los conocidos era el alemán, que ninguno de nosotros
conocíamos, y nadie parecía entenderse el inglés o francés; menos aún en
sueco. Y como algo sabía de estos problemas, meses antes de volar a
Hungría me puse a estudiar su idioma con Jutka Nahuel, esposa de mi
amigo Waldo, en su casa del Cerro Alegre. No me sirvió de mucho; pero al
menos podía decir el número de mi habitación en el hotel de estudiantes
donde alojaba, unas dieciocho palabras o pedir un jugo de naranjas;
aunque me sirvieran a cambio un yogurt. También pude hacer otras cosas;
como pedir a los dependientes de un céntrico establecimiento libros de
sus poetas vigentes y que ellos mismos desconocían. Algo así como
preguntar por Lihn o Teillier en un mall del barrio alto.
El
embajador de Chile en ese país, un profesional joven y de carrera, envió
a la primera secretaria y al chofer a rescatarme del aeropuerto. Luego
de un breve café me señaló, con orgullo, que el día anterior había
estado almorzando nada menos que con los embajadores de la Sociedad de
Escritores de Chile para Europa. Los señores Mauricio Barrientos y Mario
Artigas, me confesó arrellenándose en su sillón de cuero. Mientras
viajaba en tren hacia el sur, esa misma tarde, continuaba riéndome de la
proeza de este par de santiaguinos.
Mis amigos -íbamos invitados a
un encuentro de literatos y profesores de Español- desconfiaban de mis
habilidades lingüísticas. Para Gonzalo Contreras yo era un farsante y
Mauricio, junto su heroico compañero de armas, me miraban con una
disimulada sonrisa. Yo me había entretenido traduciendo, antes de mi
partida, algunas normas para circular en el subterráneo, horarios,
buses, monto de billetes y otros pocos asuntos de utilidad pública que
distribuí entre los participantes chilenos. No suban a ningún taxi, les
advertí; es como en Santiago. Sin entrar en mayores detalles, los
escritores diplomáticos pagaron una muy buena suma de dinero por un
viaje desde la estación ferroviaria al hotel Stadium, unas siete cuadras
en línea recta, además de una multa –doce mil pesos chilenos cada uno-
por no colocar un boleto nuevo al hacer el cambio de línea en el metro.
Se quisieron hacer los extranjeros; pero de nada valió el truco ante la
policía de turismo. Ahora suponen que algo sé del idioma magyar.
Ambas
desgracias ocurrieron en la capital, luego de estar en Pest, cerca de
la frontera con Croacia. Pero también recuerdo que, sin proponérmelo,
otro idioma apareció en mi defensa en el tren de regreso. A mitad de
camino, y después de una breve siesta, me dirigí al coche salón a tomar
una cerveza. Mis colegas compartían en torno a una mesa junto a unas
cuantas botellas. Me acerqué al mesón y pedí una. El garzón me entendió
sin problemas; pero un tipo con pinta de obrero, rubio y bajo, me indicó
algo en su idioma. Le hice un salud. Como insistiera le dije, en
magyar, que no hablaba su lengua. Y qué hablas, me preguntó con
insolencia. Con calma, y en cada idioma, le fui diciendo que inglés,
algo de francés, un poco de portugués, castellano desde ya, sueco,
bastante, y que algo me entiendo en danés y noruego. Debe haber supuesto
que le tomaba el pelo y se puso a gritarme en ruso. No hablo ruso, le
dije en ruso; y fue peor. En verdad no entendía ni media palabra. El
tipo estaba desaforado y me soliviantaba a su gusto. Iba acompañado de
dos más.
De pronto el vozarrón de Artigas, en el mismísimo idioma de
Puskin, sacudió el carro. Se levantó con furia y encaró al sujeto con
palabras más extrañas aún, pero que deben haber sido efectivas, pues
éste se fue achicando hasta retirarse completamente ante la mirada
perpleja de sus acompañantes. Es que eso yo no se lo aguanto a nadie, me
explicó; como si yo fuera en verdad un políglota.
Mientras recuerdo
reflexiono sobre la vanidad y la tontera humanas. Mi imagen de culto y
viajado estaba ya bien arriba cuando rememoré lo del coche comedor.
Justo sea decir también, que Artigas, curiosamente, había hecho cantar
en ruso a un reaccionario conjunto folklórico en Villámy después que
este viajero, borracho una vez más, les aclarara que éramos de América,
no de Norteamérica carajo, y que alzaba mi copa por la unidad serbio
húngara.
Ante las miradas asesinas, la sagrada lengua eslava ya había salido en mi defensa.
Editor
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