
LA TRAICIÓN DEL TRADUCTOR
Ricardo Pochtar
Lo
que sigue es una aproximación, conscientemente fragmentaria, a la
experiencia de traducir. Fragmentaria por lo que tiene de subjetiva esa
experiencia que, en mi caso, supuso varias décadas de continuo y tenaz
aprendizaje. ¿Cómo se aprende a traducir? La existencia secular de unas
instituciones llamadas “escuela de traducción” no indica necesariamente
que la respuesta a esa pregunta sea algo fácil, o adquirido. La
organización burocrática del saber, de su enseñanza, suele crear no
pocos equívocos. ¿Cómo se entiende el aprendizaje de la traducción. Hay
aprendizaje del o los idiomas desde los que se acabará traduciendo y se
supone que ha habido también aprendizaje del idioma propio, que suele
ser al que se traduce lo que ya estaba escrito en esos idiomas
aprendidos. Por supuesto, hay otras situaciones – bilingüismo,
“polilingüismo” – en que no se da esta secuencia: el aprendizaje es
simultáneo y, sobre todo, espontáneo. Pero lo típico es conocer primero
el propio idioma, aprender luego otros ajenos, y después “aprender” a
traducir. La comprobación, no infrecuente, de que buenos profesores de
idiomas resultan ser traductores mediocres indica que las cosas no son
tan claras como para que se pueda aplicar indistintamente el concepto de
aprendizaje en ambos casos. O tal vez no se aprenda a traducir, sino a
aprender traduciendo: una modesta tarea infinita, ya que ningún
traductor acaba nunca su labor, siempre subsiste un margen de
insatisfacción, una distancia incolmable con respecto a la obra
original. Si pudiéramos hacer abstracción del compromiso con el editor –
a veces he sentido que para alguno de ellos lo ideal sería no tener que
“pasar” por el traductor – y nos centráramos en el compromiso con la
obra original, el proceso de traducir sería inacabable. Me comentaba el
gran poeta holandés Bert Schierbeek que su traductor al inglés le había
“echado en cara” todo el tiempo que tardaba él en traducir un poema que
al propio Bert le había llevado un par de minutos escribir. Tampoco cabe
excluir que el traductor también conozca momentos felices en que la
solución surja espontáneamente, casi fulmínea. ¿Y cuál es el sueño del
traductor? No que esos momentos se vayan sucediendo, cada vez más
frecuentes, hasta fundirse en una sola claridad continua, sino que la
fecha de entrega se aplace sine die y el editor, el autor, el público, o
quien fuese deponga toda exigencia, mejor, se olvide de que en algún
sitio hay un traductor que está tejiendo su tela. ¿Para atrapar qué
sentido? Según la estética de Benedetto Croce, el mismo sentido en que
coinciden el autor, el lector y ese lector singular, extraño, que viene a
ser el traductor. Creo que esta convergencia es tan ideal como
ilusoria, aunque tal vez se trate de una ilusión inevitable, un error
necesario si se quiere. Por lo cual se suele hablar más bien de
equivalencia: para atenuar esa ambición de identidad. Aun así, basta
comparar diferentes traducciones de una misma obra a través del tiempo
para comprobar que en cada época la visión de su sentido o forma interna
va variando. Por no hablar de las distintas versiones de una misma
obra, traducida incluso al mismo idioma. Y no me estoy refiriendo a los
factores subjetivos, sino a los parámetros culturales en que escribe su
texto el traductor, a la situación de la cultura en que viene a
inscribirse su quehacer. El ejemplo de las traducciones de los clásicos
griegos por los poetas románticos alemanes, tantas veces estudiado,
resulta bastante ilustrativo a estos efectos. Se ha hablado incluso de
expansión, de enriquecimiento del idioma “de llegada” al incorporar el
traductor, no ya palabras, neologismos, giros, sino incluso contenidos
conceptuales y simbólicos que no existían en su idioma. Sin embargo,
pese a todas estas consideraciones, que tienden a relativizar lo que ha
de entenderse por “sentido” de una obra, nada más engañoso que pensar en
una suerte de deriva infinita sin sombra de verdad con que guiarse. El
eros de la traducción necesita vivir con la certeza de que es capaz de
dar en el blanco, en lo esencial. Sólo que el haz del sentido no es
unitario: de lectura a lectura, tanto para el lector a secas como para
ese lector insistente que es el traductor, cambian los ángulos, las
perspectivas se disparan. ¿En qué consiste esa insistencia traductoril
de la que hablamos? Es un fenómeno bien estudiado que en una frase, un
párrafo, un texto entero el lector nunca lee realmente todas las
palabras: si lo hiciera, si no tomara atajos, nunca llegaría a la meta,
sería un Aquiles siempre a la zaga de su tortuga libresca. También es
perfectamente imaginable que tampoco el autor se demore en la elección
de todas y cada una de las palabras que componen su texto. La escritura
automática de los surrealistas no es más que un caso extremo. En cambio,
es imposible traducir sin detenerse continuamente en las palabras, y en
el sentido que se va tramando con el texto. Desde el punto de vista
psicológico, nada más parecido a una obsesión. Teóricamente, tanto el
autor como el lector “normal” siempre pueden estar seguros del libro que
han escrito o han leído. Por más tribulaciones que lo abrumen, un autor
quiere creer que su obra está ahí, como algo firme que tardará más o
menos tiempo en dar con los lectores que la aprecien. Quizá una bruma de
duda siempre quede, quizá sea más sano que el artista no anule por
completo al ser humano. Pero cierta dosis de “paranoia crítica” es
inevitable en toda obra de creación. Se supone que la comunidad
científica es la encargada de sofrenar la hybris de sus miembros al
distinguir entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación.
Pero desde la república de las letras, el gusto, y demás invenciones
dieciochescas, no puede decirse que ninguna “comunidad literaria” haya
logrado controlar mínimamente el tinglado delirante de la creación. Si
todos los poetas escriben su ars poetica, el caos de la creación está
(felizmente) asegurado. Con lo que volvemos al caos del sentido, ese
oxímoron. Esa bruma de duda cuyo rastro parece ser tan saludable en el
autor se convierte en campo minado para el traductor. Decía el Julio
Cortázar traductor (Poe, Yourcenar) que cuando uno empieza a traducir le
basta con manejar un diccionario, pero con el tiempo se va rodeando de
diccionarios y otras obras de consulta, porque cada vez duda más. No le
basta una duda exquisita, como a Descartes, para construir su texto
(“equivalente”, si se quiere, al del autor). ¿De qué se duda más? ¿Los
sustantivos son menos resbaladizos que los adjetivos? ¿Cuál es la
ontología del traductor? ¿Hasta dónde llega su certidumbre de que tutto
sommato está diciendo “lo mismo” que el autor? Recuerdo que comparando
nuestras distintas estrategias de traducción un colega me dijo en cierta
ocasión que él “iba por las palabras” mientras que yo, suponía él, “por
las ideas”, o algo así. Platonismos a un lado, y reafirmando lo que ya
he dicho al referirme a la lectura que practica el traductor, creo que
por lo que yo iba era por el sentido. Para emplear un término muy de
moda en el ámbito anglófono, es una cuestión de ownership: el traductor
se apropia del libro, no sólo del conjunto de palabras que éste
contiene. Precisamente, un fallo, el más fácil de detectar, en las malas
traducciones (que más que eso son traducciones fallidas) consiste en
que están todas las palabras pero falta lo que el texto dice, falta el
texto. De modo que no es preciso postular la existencia de un mundo de
las ideas para justificar la búsqueda típica del traductor, pero tampoco
sirve de mucho replegarse a un austero nominalismo de andar por casa. A
Platón le molestaba intelectualmente ese “mundo intermedio” donde nada
era o no era en absoluto, sino que era “más o menos”, el mundo de esos
hombres “de dos cabezas” que condenaba Parménides. Pues bien, creo que
precisamente ahí es donde está el lugar del traductor, sus dudas que
nunca acaban, el matiz del adjetivo que no da con su expresión
definitiva, “equivalente”, la inconclusión final de su tarea. De ahí la
inevitable proliferación de diccionarios. Aunque traduzca de un solo
idioma al suyo propio, el traductor suele conocer también otros idiomas:
no es raro que al buscar esa palabra capaz de transmitir lo que el
autor ha dicho con la suya encuentre primero una tercera, de otro
idioma, y por una suerte de triangulación acabe descubriendo la que
buscaba. Lo cual, por cierto, contribuye a multiplicar los diccionarios.
Tendemos a pensar que en ellos se encuentran todas las respuestas. En
algo hay que creer, al fin y al cabo. Pero en realidad siempre hay
márgenes de imprecisión, siempre hay errores. También a estos efectos
Dios ha muerto, al menos después de Babel. Por ejemplo, una cosa es la
semántica y otra, muy distinta, la etimología. Para los que hablan o
escriben o leen en determinado idioma conocer la etimología de las
palabras que utilizan es un lujo, algo superfluo que no añade ni quita
nada al acto lingüístico. Sin embargo, semántica y etimología aclaran el
sentido de las palabras y su frecuentación le aporta valiosos
instrumentos al traductor, si no para ensayar alguna extraña pirueta
anacronista al menos para ganar una visión del idioma en profundidad. De
ese sentido olvidado de las palabras, que intenta rescatar el
etimólogo, emana una especie de luz fósil – incluso reconstruida: la
belleza del asterisco anunciando una raíz indoeuropea - a la que
también ha de ser sensible el traductor. Como los mundos posibles de
Leibniz, como la variación eidética de Husserl y otros experimentos
mentales, la experiencia de traducir consiste en ensayar múltiples vías
para acotar ese núcleo de sentido en torno al cual fluyen las palabras,
se forma el texto. En este tipo de estrategias radica el extraño rigor
de la traducción, su famosa fidelidad, que nunca está a salvo del riesgo
de traición. ¿Fui fiel o forcé el idioma al emplear “bruma” y “niebla”
para diferenciar ese doble velo de agua, ascendente y descendente, que
envuelve a los personajes de Il nome della rosa mientras se dirigen a la
célebre abadía? ¿Fui fiel cuando en mi traducción de Il Gattopardo puse
“Girgenti” en lugar de “Agrigento” porque ése era el nombre de la
famosa ciudad siciliana en la época en que transcurría la novela de
Lampedusa? ¿Hubiese sido más fiel al lector de mi traducción poniendo
“Agrigento”? Parecen, son – creo – nimiedades, pero pequeñeces como
éstas pueden quitarle el sueño al traductor.
*
Ricardo
Pochtar (Buenos Aires, 1942). Reside en España desde 1976. Estudios de
filosofía en la Universidad Nacional de Buenos Aires y en Université
d’Aix-en-Provence. Traductor de narrativa y ensayo del francés, inglés e
italiano (Lampedusa, Leopardi, Eco). Poemarios: Lugar diseminado
(Buenos Aires, 1993) y Clinamen (Gijón, 2006).
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