domingo, 21 de junio de 2015

Una imagen de la Estación Puerto (Juan Cameron)



Una imagen de la Estación Puerto
Por Juan Cameron

Recuerdo el poema Valparaíso, de Ennio Moltedo. Se refiere a la Estación Puerto, ese lugar que marca el fin del mundo, el punto de partida hacia ninguna parte y la imagen postal de un sector de la ciudad cuyas torres lo flanquean como dos columnas misteriosas. Para el poeta es un lugar destruido, sin futuro y que sólo alberga al letargo que transcurre sobre un tablero de ajedrez: “un panel de piedras relucientes por el paso de las botas de la muerte, hoy”, dice Moltedo.
El poeta Patricio Flores Rivas elige precisamente este lugar como símbolo de un mundo mayor que habita su memoria. La oposición entre el punto de llegada, la estación, y el de partida, el puerto, crea un ineludible sentimiento de pérdida, de ese estar semejante a la nada, a la detención absoluta. El paso de lo concreto a lo ideal y desconocido, de la tierra al mar –por definición infinito- es símbolo, sin embargo de una muerte generadora de vida y de una visión que, en definitiva, encarna a la esperanza.
La aparición de Estación Puerto representa un renacer en la poesía de Flores. Sin duda quien conoce su obra hallará aquí una escritura otra cuyo ejercicio beneficia la concentración y el ritmo. Frente a sus anteriores producciones, Homenaje a los volantines (2003) y Andenes de fuego (2005), Estación Puerto constituye un reinicio y da cuenta un paso más allá en el desarrollo de su escritura.
Curiosamente observará el agudo lector que el elemento aire, como paradigma de la libertad, cruza todos sus títulos. El aire contiene tanto al viaje como al fuego, el volantín que traza su escritura y viento que recorre los andenes llevándose las fumarolas, la infancia y los recuerdos.
Esa estación terminal es parte, entonces, del renacimiento. Los amantes así lo intuyen y cuando “Se despiden,/ tienen trenes mendigos a la gira;/ tienen océanos entre los rieles lastimados./ Ya no juegan: la estación Terminal anuncia la partida”. Y, sin embargo, la nueva jornada está allí, al alcance del protagonista. Flores lo refiere a veces en tercera persona; pero no cambia de personaje cuando anuncia: “Para la segunda romería,/ cató candelas blancas,/ embriagó los lamentos/ y despejó el cielo a bocanadas”.
Antes de la llegada a ese punto la bestialización es el mejor recurso para retratar a lo amantes. Hay un sujeto escondido y escindido en un zoomorfismo que a la vez lo delata y lo compromete como actor. Y al mismo género responde la figura femenina en este cuento. Si bien el héroe es “Ese animal que reflejo en las aguas (...) esa bestia que habito/ mastodonte que arroja ira”, la contraparte es algo más que la dulce loba quien no desata los andamios de tela y no responde a los requiebros del amado. Ambas imágenes pueden interpretarse a partir de símbolos bien establecidos: la figura de Narciso sucumbe, puesto que no podrá reproducirse en la piel de aquella protegida tras un opaco templo. Después de todo, dice el poeta alejado del personaje, “Tú querías su vino y su cuerpo/ Ella quería tu alma y tu vino”.
En cierta medida se trata de una estación terminal. El texto de igual nombre -que pudo perfectamente haber sido el título de este libro a no mediar sus negativas connotaciones- da cuenta de ese encuentro e indica el lugar “donde se acaban los regresos” puesto que “la estación terminal anuncia la partida”. Un logrado texto cuya vibración nos traslada al dolor y a un escenario decadente propio de un film posmoderno.
Patricio Flores es un poeta nuestro. Aunque nacido en la comuna de San Miguel, en 1969, su familia pertenece a La Cruz Abogado, ejerce su profesión desde 1996.


Crónica escrita el año 2007.-

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