
CAMINANTES
Por Víctor Rojas Farías
En 1778, el rotito Dionisio Faúndez fue arrestado por vagabundo.
El lugar preciso fue la salida de la iglesia La Matriz, en Valparaíso,
donde hoy existe un recordatorio. Al preguntársele su ocupación,
respondió: "Mi oficio es andar andando".
Y su frase podría ser
un lema. Atravesando el país como si fuera una carretera, en toda
historia podemos encontrar a los caminantes. Antes, a pie pelado y con
la camisa rota, por lo que eran llamados "rotos patipelados"... Siempre
yéndose humildemente, por lo que fueron llamados "patiperros"; después,
con zapatillas rotas y haciendo dedo... Bajo la lluvia, en los
senderos o en las supercarreteras, bajo un sol que atropella, van los
condenados al camino.
Nuestra procesión vagabunda empieza ya
durante La Conquista, con cierto personaje que caminaba con una
capucha, haciendo obras de caridad: se decía a sí mismo "el Gran
Pecador". Un hombre de alrededor de sesenta años, con aspecto noble,
que permaneció un año en el país, se fue, volvió, y después partió otra
vez a España a ocupar importantes puestos. La gente, impresionada, le
creó tres leyendas: las dos primeras narraban que era espía del rey o
estaba haciendo penitencia de amores. La tercera parecía más cierta.
Era el Judío Errante, que habiendo sido condenado por Dios a vagar por
el mundo, arribó a Chile el año de gracia de 1601.
Después, en la
Colonia, en la Patria Vieja, en la Reconquista, en la Independencia y
en la República, los caminos continuaron llenos de estas figuras:
temporeros buscando trabajo de lado en lado, fugitivos, aventureros sin
caballo, sin carreta, sin auto... Con ojotas o con los pies amarrados
con trapos, porque los zapatos eran muy caros y muy duros. Los pies
quedaban hechos puré.
(Al respecto, el cabo Egidio San Martín
escribiría -en 1899- una carta a la revista "La Ilustración Militar": se
decía que el poder del ejército estaba en la infantería, y él
filosofaba que "el poder de la infantería está en los pies". A
continuación pedía que el ejército no usara más zapatos sino ojotas.
Una ojota "impide la transpiración (...) ampollas, desolladuras"
"facilita el movimiento del pie (...) impide la frotación, no tiene
costuras, clavos, estaquillas.." Con respecto a la bota, el cabo
sugería reducir su uso "al cuartel, paseos o formaciones de lujo". De
esta carta podemos inferir las quejas y el aroma que podían percibirse
cuando un batallón llegaba a su destino.)
Pero los vagamundos no
han tenido la ventaja de un destino preciso: van a todas partes
precisamente porque no van a ninguna parte.
Con el tiempo, surgieron los caminantes de viajes temporales.
Un
año por las calles, y después de vuelta a casa. Armando Méndez
Carrasco (Juan Firula) escribió en Las Ultimas Noticias una crónica en
que contaba que, de joven -hacia 1930- decidió hacer un viaje caminando
por algunas ciudades. A los tres días de cemento tenía llagas bajo los
tobillos, el hambre no era menos llaga, el calzado era jirones...
Entonces conoció a un caminante profesional: pañuelo en la cabeza para
protegerse del sol, un cuchillo guardado y una sonrisa de perlas
cariadas. Méndez tuvo miedo; se le notó. Y el hombre le explicó que
era un carabinero al cual -como castigo por desobedecer una orden
injusta- lo habían mandado a recorrer Chile a pie. La mentira era más
grande que un buque, y Méndez -en vez de calmarse- se hizo el enfermo y
se quedó atrás.
Cuando la crónica salió publicada, una señora
le mandó una carta informando que ese señor debió haber sido su padre,
que un día se largó a andar y no paró más. Decía que era "paco" para
darse respetabilidad, caer bien y evitar que lo asaltaran.
Y
-claro- para los rotitos camineros ha sido cosa conveniente fingir que
están relacionados con la temible "autoridad", que -de eso no hay duda-
les proporciona alojamiento gratis apenas puede.
El
carabinero (R) Efraín de la Fuente escribió que cierta vez, en 1963, el
Prefecto de Los Angeles tomó un coche patrulla para hacer el viaje a
Temuco. Andaba de buen humor. A poco de salir vio a un típico
caminante (la bolsa con la ropa, el pañuelo atado a la cabeza)
descansando a la orilla del camino. Había un calor infernal. Se
compadeció. Hizo parar el coche y le dijo: "Eh, tú, súbete rápido, acá
te voy a llevar". Al entrar a Temuco, preguntó: "¿Qué te sirve más,
que te deje acá o en la plaza?". Y el rotito, humilde, contestó: "En
cualquier parte n' más, mi comandante, que yo no venía pa acá: iba p'
Los Angeles".
Hacia 1900 había surgido otro tipo de
andariegos que no tenía ningún problema con la ley: los que caminaban
por deporte y por un día o dos, sin más razón que porque sí.
La gente -en el campo- los miraba con sospecha... Si no eran
caminantes ¿qué eran? Se salían del camino y se metían en los bosques,
en los cerros. En 1905 -en Caleu- corrió el rumor de que un grupo de
forajidos andaba en los faldeos del cerro El Roble. Los vecinos se
armaron como pudieron y partieron escondiéndose entre las matas.
Encontraron a los cuatreros y dispararon. En vano los hombres gritaban
"¡Somos caminantes... Somos excursionistas!". La palabra era nueva, si
eran caminantes no tenían porqué haberse salido del camino y ahí tienen
más bala. En su desesperación, los caminantes empezaron a gritar en
otro idioma. Y a los lugareños les quedó claro que había que seguir
disparando. Mataron a uno, hirieron gravemente a otro, una bala en la
cabeza enloqueció a otro... Así terminaron los primeros excursionistas
alemanes en Chile. Las cartas al diario -que defienden a los
campesinos- dejan entrever que la actividad de caminar en los caminos,
tradicional, era considerada sana y natural. Pero la de ir a un cerro,
atravesando campos ajenos, una actividad ociosa... Y si los ociosos no
se disuadían "por la razón", entonces "o la fuerza".
Godofredo Iommi, el poeta, sugirió que para el escudo nacional la frase
"Mi oficio es andar andando" es la mejor: refleja la vocación errante de
esta aventura llamada Chile.
Bandidos en el camino
Hacia 1922 o 23 uno iba en su yegua por las cumbres; se encontraba
con algún viejo que lo prevenía: "Es mala la noche, amigo, y en el monte
andan ladrones". Pero uno no hacía caso y echaba a galopar: no pasaba
mucho antes de que salieran cuatro jinetes armados: "¿A dónde marcha el
amigo?". Entonces uno explicaba -por ejemplo- que iba hacia el pueblo
de más al norte, que allá lo estaban esperando su madre y sus hermanos
menores. El jefe de los extraños, conmovido, decía "acompañaré al amigo
hasta que trasponga el monte". Y con esa protección, de bandoleros,
uno llegaba hasta algún poblado; se despedía y luego los miraba irse con
firmes pasos de bronce.
El hecho -la protección al viajero, por
los bandidos- era tan frecuente en los montes de entre San Fernando y
Santiago, que sucedió sólo una vez. Existen los nombres, la fecha, el
lugar exacto, pero eso interesa menos. Lo que debemos agradecer todos
es que un niño, Oscar Castro, hubiera escuchado la historia en un
velorio. Y que, años después, escribiera un famoso romance. Todavía
más años, y un compositor, Ariel Arancibia, impresionado, le pondría
música.
Con esa música, el ¨Romance del Hombre Nocturno¨ anda
corriendo por las guitarras, y en esas guitarras queda el recuerdo
grande de un bandido que era un hombre.
Pero no más pequeños han
quedado los recuerdos de otros bandidos, que han tenido otras conductas y
se han transformado en el terror de los caminos: el Lagaña Hermosilla,
el Cojo Raúl, que sembraron el pánico...
Viajar de Valparaíso a
Santiago hacia 1750 no daba tanto miedo: la diligencia llevaba escolta
armada, el tránsito era frecuente, había varias posadas con comida,
armas y abrigo, y el viaje demoraba apenas dos o tres días. Pero a
veces se rumboreaba que andaba “el argentino”, el bandido medio brujo
que desaparecía cuando lo rodeaban, o “el huaso Raymundo”. No había
carros en que pagando su pasaje un particular pudiera sentirse seguro:
los empresarios de locomoción no se arriesgaban. Cada cual debía batirse
con sus propios medios,y la palabra “batirse” no está usada en sentido
figurado: los viajeros se agrupaban en caravanas de treinta personas o
más, fuertemente armadas. Aún así corrían riesgos. El correo, que
ordenaba algunos viajes al mes, debió resignarse a perder carretas con
cartas. Y también a que sus funcionarios prefirieran renunciar antes
que hacer ese viaje pues aunque no se defendieran de los bandidos, éstos
les pegarían y los matarían igual. A objeto de restablecer cierta
normalidad -según se dijo- se pagaron fuertes sumas de protección y
peaje a tres jefes de bandoleros. Aún así asaltaban, robaban las
carretas y enviaban la correspondencia a caballo.
Hacia 1795 los
hacendados de Cabildo o La Ligua que debían ir a la capital llevaban
verdaderos batallones de peones armados hasta los dientes, animales para
comer en el camino, carretas con comodidades para las mujeres y niños.
Entre todos nuestros bandidos históricos, la mayor fama
corresponde todavía a "El Ralo", sanguinario y valiente, que se
enorgullecía de haber matado a 87 personas, sin incluir indios ni
futres. En un asalto, una madre que tenía un bebé en brazos sacó
una pistola y le disparó volándole el sombrero. El Ralo, como castigo,
tomó a la criatura de meses y se la tiró a los chanchos. Dejó a la
madre amarrada en el chiquero, para que viera cómo comían. Después, uno
a uno, fue degollando a sus prisioneros y haciendo chistes: "Mira el
cuchillito de hueso, corta pescuezo".
Pero el Ralo era un
juguete de palo si se le compara con versiones posteriores, ante las
cuales era imposible que existieran viajeros en tramos largos, aunque el
camino trazado bajo la administración de Ambrosio O´Higgins siguiera
allí: Neira, Benavides, los hermanos Pincheira, en el sur y luego de la
Independencia., tenían bandas de cientos de forajidos con cañones y
disciplina.
Esos eran los bandoleros. Y eso explica el
asombro, la magia casi antinatural, del episodio vivido por ese oscuro
viajero que fue escoltado por forajidos en los cerros de Rancagua...
Lindo poema, pero en la vida real era más seguro acompañarse de una
escopeta que de versos cuando salían los bandidos al camino.
La
eliminación de los asaltantes y el arreglo de las vías posibilitaron el
uso en tramos largos de los vehículos de transporte colectivo de esos
tiempos, el coche de dos ruedas, la carreta grande de cuatro, la
diligencia. Y empezaron los problemas de los pasajeros: en una carta de
1862, un usuario porteño se queja de que se le perdieron tres paquetes
en un viaje, y nadie dio explicación. Los ladrones camineros,
filosofaba triste, habían cambiado de aspecto pero seguían trabajando.
Hoy, en que ya no hay asaltantes, ni carreteras con baches, ni
pérdida de paquetes en los buses, y nadie se queja, podemos extrañarnos
de que la vida fuera tan distinta.
editor
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