
Jazz en Chile y en su poesía
Por Dave Oliphant
(Austin, Texas. Poeta y profesor universitario estadounidense)
Como
ha demostrado el musicólogo Álvaro Menanteau, en su destacado libro
Historia del Jazz en Chile, hay una larga tradición de esta música en
este país de los grandes poetas. Hacia 1926, sólo tres años después de
las primeras grabaciones de tales gigantes del jazz norteamericano como
King Oliver y Louis Armstrong, el chileno Juan Bohr grabó una canción, I
tenía un lunar, en la cual un cornetista toca un coro en el estilo
auténtico del jazz. Desde entonces, los chilenos han participado en la
creación de esta música que ha capturado los corazones de los oyentes
mundiales, y que también ha inspirado a los poetas y prosistas
internacionales, casi desde el nacimiento de un arte que se considera el
único de origen en el Mundo Nuevo, y como dice Julio Cortázar en su
novela Rayuela, “la única música universal del siglo [veinte]”. El
último músico que Menanteau menciona en su libro es la saxofonista
Melissa Aldana, quien estudia actualmente en la escuela Berklee de
Boston. Tuve la suerte de escuchar a Melissa en el año 2006 cuando ella
tenía solamente 18 años de edad, y ya en ese tiempo me impresionó como
un talento sobresaliente. Entre el año 1926 y 2006, fueron innumerables
los músicos chilenos que tocaron el jazz, y el libro de Menanteau
incluye un compacto que ofrece 23 grabaciones que cubren 64 de los 80
años de la participación chilena en la formidable historia del jazz.
Con respecto a los escritores chilenos que han sido inspirados por el
jazz, no puedo nombrar a los maestros como Huidobro, Mistral, Neruda y
Parra, aunque es posible que hayan unos poemas de ellos de que no estoy
consciente. Sin embargo, hay varios críticos y poetas que puedo
mencionar, entre ellos Hernán Loyola, quien escribió un perspicaz ensayo
sobre el jazz, publicado en 1994 en La revista de la Casa de las
Américas. El artículo de Loyola lleva el título “El Jazz en Cortázar: La
discada del Club de la Serpiente”, y el autor nombra a Nicanor Parra
como uno de los escritores de la generación de Cortázar. Incluso, Loyola
parece aludir a la antipoesía del chileno cuando cita dos obras del
argentino, primero de su La vuelta al día en ochenta mundos y después de
Rayuela: “[el saxofonista] Lester [Young] escogía el perfil, casi la
ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la
materia”; “el orden del poeta se llama antimateria”. Loyola concluye con
citar del largo elogio en Rayuela, en el cual el novelista caracteriza
al jazz como “una nube sin fronteras” y algo “que reconcilia mexicanos
con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al fuego central
olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen
traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que el que
tomaron no era el único y no era el mejor . . . y que un hombre es
siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que hombre
porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa. . . .”
Más
recientemente, el joven poeta Sergio Ojeda Barías ha publicado un poema
que trata del saxofonista Charlie Parker y “El perseguidor”, el cuento
de Cortázar en que ese genio del bebop aparece por medio del
protagonista, Johnny Carter. En el cuento los oyentes del jazzista ven a
Bruno, el narrador y biógrafo de Johnny (que irónicamente no entiende
ni aprecia a su sujeto), como una persona que “se trepara a un altar y
tironeara de Cristo para sacarlo de la cruz”. A menudo el músico
jazzístico se ve en la literatura como un santo o un redentor, pero en
vez de ello, Ojeda Barías enfoca su poema en el tema del tiempo, que es
tan importante en la música como en el cuento de Cortázar. De hecho que
Loyola también cita de La vuelta al día en ochenta mundos, con respecto a
este mismo tema en relación con un compositor-pianista originador del
período del llamado hard bop: “. . . ha pasado apenas un minuto y ya
estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de
Thelonious Monk”. Además, Loyola sigue con una frase de Cortázar en que
se unen estas dos ideas, de los jazzistas como creadores de otro tiempo y
como redentores: “quizá en alguna esfera nos redimen”.
Mi amigo José
Hosiasson, un aficionado de primera del jazz, ha publicado reseñas y
comentarios sobre el jazz en El Mercurio, y también ha contribuido
artículos al diccionario Grove del jazz, que es la obra clásica para el
estudio de esta música. Un artículo de José, o Pepe, como se le conoce
mejor, traza la carrera del gran saxofonista Harry Carney, quien tocó en
la orquesta de Duke Ellington casi desde los primeros años hasta la
muerte de ese líder extraordinario. Uno de los mejores poemas sobre el
jazz por un poeta chileno, de los que yo conozco, es “Fantasía en negro y
blanco”, en el libro Apariciones profanas de Oscar Hahn. En este poema,
con su título que recuerda “Black and Tan Fantasy”, la composición
ellingtoniana del año 1927, el hablante implica el poder curativo del
jazz, que es otra perspectiva de la música que es bastante frequente en
la literatura. El narrador del poema dice que está tendido en su lecho
de enfermo, escuchando a un disco de Duke Ellington, su famoso “Mood
Indigo”. El líder ha fallecido y sus músicos lo velan con sus
“instrumentos que suenan como voces / y voces que suenan como
instrumentos”, que es una observación muy hábil con respecto a una
canción como “The Mooche” de 1928, igual que a “Hot and Bothered” del
mismo año, citado por Loyola como un ejemplo de “la fabulosa payada” con
que se entusiasman los miembros del Club de la Serpiente. De repente el
narrador revela que él no había nacido todavía en el año 1930 cuando
fue grabado “Mood Indigo”, pero sin embargo puede escuchar la música
porque existe la ejecución en el disco. Es decir que la tecnología fue
en esa epoca un milagro que hizo posible la preservación de las
ejecuciones imprescindibles e irrepetibles de los músicos del jazz.
Además, hay otro milagro en el poema de Hahn cuando una “aparición
profana” aparece en la forma del Duque, quien se acerca a la cama y pone
su mano en la frente del narrador. A mi parecer, la idea acá en Hahn,
también tan familiar en la literatura, es que el jazzista puede curar a
los enfermos, aunque el líder-compositor es un “fantasma del año 30”.
Del
año 1966, tengo un disco que se llama Tijuana Moods, un album que
compré en Santiago en ese año y que lleva las notas informativas de Paco
Deza sobre el jazz de Charlie Mingus. No conozco ningún poema chileno
que mencione a Mingus, aunque puede que haya uno o más. Por lo general,
los poemas chilenos sobre el jazz solamente nombran a los músicos, sin
decir algo de su música. En el caso de un poema de Sergio Rodríguez
Saavedra, su “Retractación autoral”, observa de paso que “esos temas de
Miles Davis / . . . sólo una mujer pudo escuchar”. Un poema de Jorge
Teillier, su “Armando Rubio Huidobro (1955-1980)”, alude a la música por
la frase “All the jazz”, que probablemente debe ser “All That Jazz”.
Según el amigo de Teillier, el poeta Francisco Véjar, esta referencia al
jazz refleja la importancia profunda que tenía la música para ese poeta
“lárico”. El mismo Véjar, en su poema “Apuntes sobre la carátula de un
disco de Stan Getz”, revela que el jazz para él es un tesoro, y es como
“esa llama que quisiéramos encender / como un profano que retorna a su
creencia / y enciende las velas de un oxidado candelabro”. La imagen
religiosa del jazz casi siempre resplandece en la poesía de sus
discípulos. Sin embargo, hay diferencias de opinión, como hay diferentes
religiones. Loyola nota que Ronald, un personaje en Rayuela, opina
despectivamente que mientras que Bix Beiderbecke, el cornetista
legendario, podía tomar solamente un coro muy breve en cada canción,
debido a la tecnología de los años veinte, “un pajarraco como Stan Getz .
. . se te planta veinticinco minutos delante del micrófono”.
Menos
sagrada es la imagen del jazz, o de la música de un cantante medio
jazzístico, en el poema de Mario Meléndez, que se titula “El clan de
Sinatra”. En este caso el hablante reclama que los gatos de su vecindad
no quieren escuchar su poesía, que ellos prefieren los compactos de
Sinatra que los hacen “tararear sus temas”. Un CD en especial “les para
los bigotes / y los lanza de cabeza contra los vidrios”, mientras que
los poemas del hablante los hacen estirarse, bostezar o conversar entre
ellos “en un acto lamentable de ignorancia y sabotaje”. Finalmente, el
hablante vuelve “a encender el CD / para que cante Sinatra / y esos
gatos se llenen de poesía”.
Un poema de Sergio Mansilla, su “Homeless
Jazz”, no habla directamente de la música, sino que sugiere que hay un
eslabón entre tal gente sin hogar y el jazz. No entiendo exactamente lo
que Mansilla está diciendo, pero a lo mejor el poeta ve en los mendigos
algo que se relaciona con los blues del jazz, o algo entre la música y
la “temblorosa vida” de los sin hogares que “como niños que al hablar /
lo hacen en una media lengua de borrachos”. No creo que el poema sea una
crítica del jazz, sino un comentario sobre los mendigos y el jazz que
no se aprecian como debieran. Me parece más claro el punto de vista, vis
à vis al jazz, en el poema de Mansilla que se llama “El monstruo
carmesí”. Aquí el narrador refiere a “un jazz lejano como el fuego” (la
imagen del fuego un constante símbolo de la pasión por la vida y la
compasión en esta música) y dice que “es lo único que alegra / a las
muchachas abandonadas después del último coito”. Si entiendo
correctamente el sentido en este poema de Mansilla, el jazz representa,
como lo hace frecuentemente, un recurso de consolación.
Un poema
chileno sobre el jazz que intenta una definición bastante compleja de la
música es “Latín y jazz” de Gonzalo Rojas. En este caso el poeta
compara o contrasta el idioma clásico (y el imperio romano que el
lenguaje representa) con la música del trompetista Louis Armstrong (y el
destino de su raza que él simboliza). La comparación/contraste envuelve
las distintas historias de los dos sujetos: el reino de Roma y la
esclavitud de los africanos, representados por las palabras “opulencia” y
“látigos” y las frases “el ocio” y “el golpe amargo”. Además, el poema
desarrolla una analogía entre el Latín y el jazz por las frases “el
frenesí / y el infortunio de los imperios” y “el éxtasis antes del
derrumbe, Armstrong”. El hablante está simultáneamente leyendo a Catulo y
escuchando a Armstrong, y le parece que de su silla salen olas “de
arterias y de pétalos” de “la improvisación del cielo” donde “vuelan los
ángeles / en el latín augusto de Roma con las trompetas libérrimas,
lentísimas, / en un acorde ya sin tiempo”. A pesar de sugerir lo eterno
de los versos de Catulo y las notas de Armstrong, el narrador reconoce
que las historias y los artes de ambos encarnan el “vaticinio” y el
“estertor”, y que el “resplandor” de Roma y el “éxtasis” que es el jazz
terminan en el “derrumbe”.
La equivalencia que Gonzalo Rojas propone
entre estos dos mundos de tiempos tan distantes y distintos ofrece una
interpretación del significado del jazz que es menos optimista que en
otra poesía dedicada a tal música y sus músicos. No obstante, el poema
presenta un punto de vista quizás más realista en vez de demasiado
idealizado. En verdad, cualquier éxtasis tiene su colapso inevitable.
Sin embargo, uno siempre quiere, como dice Francisco Véjar, encender esa
llama, retornar a la creencia y renovar la experiencia extasiada de la
poesía e igualmente de la música del jazz.
Crónica escrita en 2007.-
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