Por
Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
El 28-02-2018
Aparecido
en página blog “Ser Escritor”
A
lo largo de la historia, muchos escritores han preferido, por
diferentes motivos, utilizar un nombre falso en lugar del suyo
propio.
El
recurso del seudónimo masculino ha sido uno de los más utilizados a
la hora de ocultar que la autora era mujer.
Hace 200 años esto estaba perfectamente justificado, porque se
entendía que escribir no era ni debía ser una actividad de mujeres.
En el fondo lo que había era un deseo del autor, de la autora en
este caso, de que se leyera su obra sin ningún tipo de prejuicio,
desde una perspectiva libre y en igualdad de condiciones.
Por
eso muchas
escritoras tomaron la decisión de ejercer su profesión a
escondidas,
muchas veces, con grandes penurias. Imagen inolvidable, por
increíble, es la de la
inglesa Charlotte Brontë escondiendo
el manuscrito de Jane
Eyre, para
ponerse a la tarea de pelar patatas.
O la de la escritora española Rosalía
de Castro quejándose
de que no había momento en el que no le recordarán que tenía
que dejar la pluma y dedicarse a zurcir los calcetines del marido. Y
es que además de prejuicios, hay que hablar de vergüenza,
discriminación, miedo, injusticia, ninguneo… palabras estas que la
sociedad impuso a las mujeres por su deseo vital de expresarse con la
literatura.
Pero
hubo casos, como el de la gallega Emilia
Pardo Bazán,
que se negó a escribir con seudónimo y tuvo que sufrir
la burla y el menosprecio de escritores y académicos aun
siendo una de las mujeres más ilustradas que abogó por la educación
de la mujer y a pesar de su posición social como descendiente de una
familia noble. No está de más recordar aquí que fue rechazada para
entrar en la Academia de la Lengua, al igual que Gertrudis
Gómez de Avellaneda,
una de las dramaturgas más importantes de la época, que se adelantó
a su tiempo al reivindicar la independencia y capacidad de decisión
de las mujeres y la
zaragozana María Moliner, creadora de uno de los mejores
diccionarios de la Lengua.
Luego
encontramos a aquellos escritores que quisieron utilizar un nombre
menos habitual o más original que el propio. Aquí tenemos a Mark
Twain y
a George
Orwell. Twain
es en realidad Samuel Langhorne Clemens.
Debido a su oficio de navegante ─uno de los muchos que desempeñó─
tenía la tarea de anotar (to mark) la profundidad de los ríos para
comprobar si eran navegables o no. Para eso utilizaba la expresión
“wain” que, en el argot marinero, significa que el río tiene dos
brazadas y por tanto es posible navegar por él.
En
el caso de Eric
Arthur Blair,
antes de optar por el seudónimo definitivo consideró nombres como
Kenneth Miles o H. Lewis Allways, pero finalmente se decantó por el
de George en
honor al patrón de Inglaterra, y por el apellido de Orwell por
considerar al río Orwell en Suffolk uno de los lugares más
emblemáticos del país, además de pensar que la elección de un
apellido que comenzara por la letra O le daría una mejor posición a
sus libros en las estanterías de ventas.
También
está el caso de los narradores que tuvieron que evitar a unos padres
incomprensivos. Aquí nos topamos con el chileno Pablo
Neruda, que publicó su primer trabajo literario a los 13 años con
su verdadero nombre, Neftalí Reyes.
Su padre, trabajador de una compañía ferroviaria, desaprobaba las
actividades literarias de su hijo, por lo que el joven escritor ─para
evitar el malestar del padre por tener un hijo poeta─ comenzó a
utilizar ese seudónimo literario, probablemente en honor al
famoso escritor
checo del siglo XIX Jan Neruda.
También
descubrimos a Garcilaso
de la Vega que, por genealogía, tuvo que llamarse Suárez de
Figueroa.
Fue su propio padre quien decidió cambiarle el nombre por el que hoy
todos lo conocemos, ya que antes había sido utilizado por algunos
ilustres antepasados de su aristócrata familia y esto le hacía
socialmente más influyente.
El
no querer saturar el mercado con libros escritos bajo un mismo nombre
─así podía escribir dos al año─ ha sido la excusa de Stephen
King que, en los años 70 y bajo indicación de su editor, decidió
publicar seis novelas bajo el nombre de Richard Bachman.
Una vez que se descubrió el verdadero nombre bajo la máscara, el
autor decidió matar a su alter ego, al que incluso organizó un
entierro falso, y consiguió publicar una novela póstuma con su
seudónimo.
Existen,
además, escritores que han utilizado un nombre falso como estrategia
de venta y a la vez para evitar presiones. J.K
Rowling, la escritora de Harry Potter ha
confesado ser la pluma que se encontraba detrás de la novela El
canto del cuco,
firmada bajo el nombre de Robert Galbraith. La autora ha reconocido
que decidió utilizar esta falsa identidad para huir de la presión
que había sentido al publicar las últimas entregas de la saga
Potter.
Y aquí en España nos encontramos al escritor
Ángel Torres Quesada quien confesaba que lo de firmar como A.
Thorkent ─juego
de palabras con sus dos apellidos─ era una imposición de la
editorial. Pensaban que el nombre en inglés era mucho más atractivo
para los lectores de la época.
Luego
tenemos a los que desean diferenciar su obra “seria” de otro tipo
de trabajos. Este es el caso del autor de Las
aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Con
el nombre de Lewis
Carroll decidió publicar sus obras literarias y con el de Charles
Lutwidge Dodgson, sus escritos en el mundo de las matemáticas.
En este grupo metemos también a la autora de la novela Historia
de O.
El alias Pauline
Réage, que durante años se creyó era el seudónimo de un hombre,
protegía la respetabilidad de una intelectual, Anne Desclos, amante
de un consagrado editor que
publicó el libro preservando el anonimato. Lo hizo tan bien que
nadie se enteró hasta 1994 ─la novela se publicó en 1954─,
cuando ella misma lo reveló en una entrevista.
También
queremos recordar dos casos curiosos: el del autor que opta por
varios seudónimos y el contrario, el de dos escritores que escriben
juntos bajo uno solo. En el primero nos encontramos al célebre poeta
y escritor portugués Fernando
Pessoa. Los
seudónimos fueron mucho más que un alias: directamente se desdobló
en varias personalidades ─heterónimos─ que adquirieron realidad
al adoptar un estilo propio diferente del autor original.
Los tres más conocidos fueron Álvaro
de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Un
cuarto, Bernardo Soares, “autor” del Libro
del desasosiego, es
considerado un heterónimo a medias por
no poseer una personalidad totalmente diferente de la de Pessoa y no
tener fecha de “fallecimiento”, como los otros. Y en el segundo
caso tenemos a Honorio
Bustos Domecq,
seudónimo bajo el cual Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
escribieron a dúo: Bustos era
el apellido de un bisabuelo de Borges y Domecq,
de uno de Bioy Casares.
Pero
son los dos últimos casos que vamos a describir a continuación los
que últimamente están planteando problemas a la comunidad literaria
y son los que ponen en el punto de mira el tema referido a los
límites necesarios o posibles que unen al autor con su obra.
El
primero es el de Elena
Ferrante.
Sabemos, por las pocas declaraciones que ha dado Ferrante, que para
escribir su saga Dos
amigas se
inspiró en una larga y complicada amistad que entabló en la
infancia. La perspectiva narrativa centrada en el personaje
de Elena y
convergente con la escritora a modo de una voz autobiográfica hace
que se dé una identificación entre personaje y autor. Esto es lo
que Ferrante ha
querido evitar manteniéndose en la sombra, así podía acercarse a
lo inconfesable, sin tener que rendir cuentas a nadie. Pero el
periodista italiano Claudio
Gatti descubrió
que tras ese seudónimo se ocultaba la traductora Anita
Raja y
lo hizo público sin ningún reparo.
El
otro caso es el de la
escritora Laura Albert quien,
tras el seudónimo de J.
T. Leroy,
escribió una autobiografía: Sarah.
La obra narra la historia sobre abusos a un menor, supuestamente
inspirada en la vida real del propio Leroy. Pero se ha descubierto
que esa realidad no era más que un producto de la imaginación de
Laura Albert. Durante casi una década J.T.
Lereoy,
ese ser imaginario que ella utilizó como alter ego, consiguió
engañar a la práctica totalidad del establishment literario y
periodístico estadounidense. A todos les dijo que un psiquiatra le
había recomendado expurgar sus demonios escribiendo y todos le
apoyaron y le ayudaron a abrirse camino en la industria
editorial. Ira
Silverberg,
su editor, junto con otros escritores, creyó estar ayudando a un
joven del que habían abusado de niño, que se había prostituido,
que tenía sida y que estaba superando una experiencia de violencia a
través del arte. Cuando se descubrió el fraude, la autora fue
acusada por la productora que compró los derechos para
llevar Sarah al
cine, y un tribunal federal la condenó a pagar 116.500 dólares por
daños y perjuicios.
Estamos
ante un pulso entre la realidad y la ficción y también ante el
eterno enfrentamiento entre arte y comercio. En opinión de Ferrante,
una vez escrito el libro ya no necesita a su autor. Ante una gran
obra literaria el nombre que se esconde detrás de la pluma es lo que
menos importa ¿Por qué mejoraría un texto el saber determinados
detalles de la vida de su autor? El escritor no sabe nada de sus
lectores y sus lectores no saben nada de él. La única conexión
entre ambos se da en el espacio neutral de la ficción. Materia, por
otro lado, de la que se nutre la Literatura.
Entonces,
¿es ético revelar la identidad de alguien que quiere mantenerse en
el anonimato? ¿Quién es el principal beneficiario de ello? ¿Cuál
es el límite entre el derecho a la información y el derecho a la
privacidad? Hablar del seudónimo literario es sacar a la luz un tema
de fondo: el saber frente al ocultar; el derecho del lector de
conocer la autoría frente al derecho del escritor de esconderla. Esa
es la cuestión.
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