domingo, 27 de julio de 2014

Defensa del idioma




CRÓNICAS IMPERTINENTES
Por Juan Cameron
(Valparaíso, Chile. Poeta)

Defensa del idioma


Cierta vez en Budapest (bonito nombre para iniciar una nota) encontramos, Sergio Holas y yo, a una señora que nos habló en castellano. Por ahí, compañeros, nos indicó con un señero grito mientras, plano en mano, buscábamos alguna salida conocida desde el Metro, en la Deán Ferenc tér. La dama vestía de campesina y llevaba un pañuelo sobre su cabeza. De seguro, pensamos, se trataba de una combatiente de las Brigadas Internacionales rescatada desde algún álbum fotográfico.
Era sorprendente que alguien hablara español a esas alturas. El idioma más cercano a los conocidos era el alemán, que ninguno de nosotros conocíamos, y nadie parecía entenderse el inglés o francés; menos aún en sueco. Y como algo sabía de estos problemas, meses antes de volar a Hungría me puse a estudiar su idioma con Jutka Nahuel, esposa de mi amigo Waldo, en su casa del Cerro Alegre. No me sirvió de mucho; pero al menos podía decir el número de mi habitación en el hotel de estudiantes donde alojaba, unas dieciocho palabras o pedir un jugo de naranjas; aunque me sirvieran a cambio un yogurt. También pude hacer otras cosas; como pedir a los dependientes de un céntrico establecimiento libros de sus poetas vigentes y que ellos mismos desconocían. Algo así como preguntar por Lihn o Teillier en un mall del barrio alto.
El embajador de Chile en ese país, un profesional joven y de carrera, envió a la primera secretaria y al chofer a rescatarme del aeropuerto. Luego de un breve café me señaló, con orgullo, que el día anterior había estado almorzando nada menos que con los embajadores de la Sociedad de Escritores de Chile para Europa. Los señores Mauricio Barrientos y Mario Artigas, me confesó arrellenándose en su sillón de cuero. Mientras viajaba en tren hacia el sur, esa misma tarde, continuaba riéndome de la proeza de este par de santiaguinos.
Mis amigos -íbamos invitados a un encuentro de literatos y profesores de Español- desconfiaban de mis habilidades lingüísticas. Para Gonzalo Contreras yo era un farsante y Mauricio, junto su heroico compañero de armas, me miraban con una disimulada sonrisa. Yo me había entretenido traduciendo, antes de mi partida, algunas normas para circular en el subterráneo, horarios, buses, monto de billetes y otros pocos asuntos de utilidad pública que distribuí entre los participantes chilenos. No suban a ningún taxi, les advertí; es como en Santiago. Sin entrar en mayores detalles, los escritores diplomáticos pagaron una muy buena suma de dinero por un viaje desde la estación ferroviaria al hotel Stadium, unas siete cuadras en línea recta, además de una multa –doce mil pesos chilenos cada uno- por no colocar un boleto nuevo al hacer el cambio de línea en el metro. Se quisieron hacer los extranjeros; pero de nada valió el truco ante la policía de turismo. Ahora suponen que algo sé del idioma magyar.
Ambas desgracias ocurrieron en la capital, luego de estar en Pest, cerca de la frontera con Croacia. Pero también recuerdo que, sin proponérmelo, otro idioma apareció en mi defensa en el tren de regreso. A mitad de camino, y después de una breve siesta, me dirigí al coche salón a tomar una cerveza. Mis colegas compartían en torno a una mesa junto a unas cuantas botellas. Me acerqué al mesón y pedí una. El garzón me entendió sin problemas; pero un tipo con pinta de obrero, rubio y bajo, me indicó algo en su idioma. Le hice un salud. Como insistiera le dije, en magyar, que no hablaba su lengua. Y qué hablas, me preguntó con insolencia. Con calma, y en cada idioma, le fui diciendo que inglés, algo de francés, un poco de portugués, castellano desde ya, sueco, bastante, y que algo me entiendo en danés y noruego. Debe haber supuesto que le tomaba el pelo y se puso a gritarme en ruso. No hablo ruso, le dije en ruso; y fue peor. En verdad no entendía ni media palabra. El tipo estaba desaforado y me soliviantaba a su gusto. Iba acompañado de dos más.
De pronto el vozarrón de Artigas, en el mismísimo idioma de Puskin, sacudió el carro. Se levantó con furia y encaró al sujeto con palabras más extrañas aún, pero que deben haber sido efectivas, pues éste se fue achicando hasta retirarse completamente ante la mirada perpleja de sus acompañantes. Es que eso yo no se lo aguanto a nadie, me explicó; como si yo fuera en verdad un políglota.
Mientras recuerdo reflexiono sobre la vanidad y la tontera humanas. Mi imagen de culto y viajado estaba ya bien arriba cuando rememoré lo del coche comedor. Justo sea decir también, que Artigas, curiosamente, había hecho cantar en ruso a un reaccionario conjunto folklórico en Villámy después que este viajero, borracho una vez más, les aclarara que éramos de América, no de Norteamérica carajo, y que alzaba mi copa por la unidad serbio húngara.
Ante las miradas asesinas, la sagrada lengua eslava ya había salido en mi defensa.


Crónica escrita en 2007.-

Editor

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