por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-10-2018
Extraído de:
En
1925, Pío Baroja (1872-1956) publicó
La
nave de los locos,
con un
prólogo
casi doctrinal que
no es más que una réplica a los postulados que su amigo, José
Ortega y Gasset (1883-1955), había formulado en su libro Ideas
sobre la novela,
publicado unos meses antes, y que recogía parte de las
conversaciones que ambos escritores habían mantenido acerca de la
técnica novelesca. Son planteamientos que todavía hoy ─casi cien
años más tarde─ sorprenden por la actualidad de sus argumentos y
sirven para reivindicar la visión de futuro que ambos tenían.
Siempre
ha sido cosa difícil producir una buena novela, decía Ortega. Para
lograrlo basta con tener talento. Durante un cierto tiempo, los
escritores pudieron escribirlas por la sola novedad de sus
argumentos. Pero solo existe un número definido de temas y al
escritor del siglo XX le resulta casi imposible hallar nuevas
figuras, lo que limita la creación literaria. Por esta razón, deduce
Ortega que la novela puede estar en trance de extinción,
a no ser que el escritor sea capaz de compensar esta carencia con una
exquisita calidad en el resto de ingredientes.
Considera
además que lo importante en la novela no es el argumento, sino el
examen minucioso del personaje: nada de referirse a lo que es, sino a
lo que hace o dice, para que el lector lo interprete. De narrativo o
indirecto, el relato se ha ido haciendo descriptivo o directo, mejor
decir presentativo. La trama ha de desarrollarse en un mundo
limitado, con una unidad de asunto, para aislar al lector en un
pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interno
de la novela, aun
a riesgo de convertirla en un género moroso,
lento, con pocos personajes y relegada la acción a un segundo plano.
El novelista no puede inventar una fábula nueva y ha de respetar
estas normas, para lo cual tan solo dispone de dos herramientas: la
perfección y la técnica, el predominio de la forma sobre el fondo.
Frente
a tales conjeturas, Baroja alega que hay novelas que se ajustan a ese
patrón, y que, sin embargo, son pesadas y aburridas. Y otras que no
lo hacen son extraordinarias. Un ambiente limitado, de pocas figuras,
es el de La
Regenta,
de Clarín, y Pepita
Jiménez de
Valera;
un ambiente ancho, extenso, y muchas figuras, tiene La
guerra y la paz de
Tolstoi.
¿Hay alguno que ponga las novelas de Clarín y de Valera por encima
de la de Tolstoi?
¿Está
la novela en trance de extinción? En absoluto. Baroja cree que tiene
mucha vida aún y que no se vislumbra su desaparición en el panorama
literario; avanza a paso lento, sin grandes movimientos, pero avanza,
aunque no al gusto de los jóvenes vanguardistas que pretenden
explotar nuevas formas de expresión y renovarlas cada cuatro años.
Ortega
quiere también que la novela sea aséptica, es decir, que no tenga
nada trascendental, nada excepcional, ni nada extraordinario; como si
fuera una pintura de una naturaleza muerta, estática, harta de
objetos inertes, carente de poesía, fácil de interpretar. Baroja,
por el contrario, se inclina por presentar a sus personajes a través
de sus manifestaciones o sus formas de actuar, mediante descripciones
imprecisas, evocadoras, con el fin de obligar al lector a reconstruir
mentalmente el escenario que se le presenta y a elaborar
“su propia impresión”,
al estilo de los pintores impresionistas que entregan su obra
inacabada para que el observador la complete, figurando que el placer
estético proviene de resolver el enigma más que de contemplar el
resultado.
Cuando
Ortega habla de la novela como de un género concreto y bien
definido, Baroja aprovecha para hacerse la siguiente pregunta: ¿Hay
un tipo único de novela? Y su respuesta es negativa. La novela, hoy
por hoy, es un
género multiforme, proteico, en formación, en fermentación;
lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la
aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente. Si la novela
fuera un género bien definido, como es el soneto, tendría también
una técnica bien definida. Pero dentro de la novela, hay una gran
variedad de especies. Y si hay muchas variedades de novela, también
ha de haber muchas variedades de técnicas, si es que, de verdad,
tiene que existir una técnica novelesca.
Respecto
a la unidad de asunto, Baroja está de acuerdo, pero siempre que ello
sea posible. La novela debe encontrar la finalidad en sí misma; debe
contar con todos los elementos necesarios para producir su efecto. La
novela cerrada, sin trascendentalismo, sin poros, sin agujeros por
donde entre el aire de la vida real, puede ser con mayor facilidad,
la más artística, pero es solo una posibilidad, “porque no
sabemos de ninguna novela que se acerque a ese ideal”. Frente a
este hermetismo, Baroja
aboga por la permeabilidad,
por la apertura de horizontes, por el vagabundeo temático e
ideológico, por la libertad narrativa y la exclusión normativa.
Ortega
entendía que el género novelesco estaba en decadencia por
agotamiento, por la dificultad que existía para concebir intrigas
nuevas. Baroja opina lo contrario y afirma que el filón no está
agotado. Para él, lo difícil es inventar; más que nada, inventar
personajes que tengan vida y que sentimentalmente nos sean necesarios
por algo. La imaginación y la fantasía son tan escasas que, cuando
surge una figura, produce asombro y nos deja maravillados. Si un
hombre con la imaginación de Poe viviera hoy, es muy posible que
encontrara en las ideas actuales grandes elementos para urdir nuevas
intrigas literarias; el que en la hora actual no haya escritores de
imaginación poderosa no quiere decir que no haya posibilidad de
inventar.
Ortega
toma a Dostoievski como modelo de escritor que se ajusta a sus
presupuestos.
Considera que la lentitud, la morosidad, el que la acción de sus
obras ocurra en un lapso muy corto, es uno de sus valores
positivos. Baroja no lo entiende así. Opina que el valor del
escritor ruso está en una mezcla de sensibilidad exquisita, de
brutalidad y de sadismo, en su fantasía enfermiza y al mismo tiempo
poderosa, en que toda la vida que representa en sus novelas es
íntegramente patológica y en que esta vida se halla alumbrada por
una luz fuerte, alucinada, de epiléptico y de místico. Es un
enfermo genial que hace la historia clínica de los inconscientes, de
los hombres de doble personalidad, a los cuales ve mejor porque su
psicología está casi íntegramente dentro de lo patológico.
Baroja
defiende el arte de novelar abierto, con muchos personajes, porque
ello contribuye a amplificar el horizonte, pero no a base de inventar
detalles para dar más cuerpo a la novela, como pretende Ortega. El
fragmento inventado y mostrenco salta a la vista. El escritor puede
imaginar tipos e intrigas que no ha visto, pero para ello necesita el
amparo de la realidad. La verdad es el bien más preciado del
novelista moderno, hasta el punto de que todo lo que es engarce,
montura, puente entre una cosa y otra, propio del oficio literario
aprendido, le fastidia. La habilidad es lo que más cansa en
literatura.
Un
libro de pocas figuras y de poca acción no es fácil que se halle
defendido por la observación ni por la fantasía; más bien lo está
por la retórica, por ese valor un poco ridículo de los párrafos
redondos y de las palabras raras, que sugestiona a los papanatas. Con
el tiempo, cuando los escritores tengan una idea psicológica del
estilo y no un concepto burdo y gramatical, comprenderán que el buen
escritor es aquel que con menos palabras expresa un pensamiento.
Hoy
todo el mundo anda apurado, vivimos en una época vertiginosa, que
solo permite cortas escapadas a la meditación y al ensueño. Y si al
novelista le cuesta trabajo cerrar su novela, al lector también le
molesta un texto largo, lento y pesado. Veinte años más tarde,
Baroja expone en sus Memorias su
conducta como lector:
“He
leído mucho largo tiempo, pero he leído sin método y saltando
siempre del texto párrafos o páginas enteras que me parecían
aburridas. De chico, cuando leía una novela, siempre saltaba las
descripciones y las reflexiones, e iba a buscar decidido el diálogo
y la acción”.
Muy
poca gente ha leído íntegramente a Balzac, a Dickens o a Tolstoi.
“Son libros tan largos…”, dice la mayoría. La gente actual
vive de forma trepidante, aunque algo superficial, y es muy difícil
encerrarla en un pequeño mundo, estático y hermético, aunque sea
bello. El libro no es un manjar propio de morralla humana, atareada y
afanosa; el libro es para el que cuenta con algún tiempo, para el
que tiene calma y tranquilidad y encuentra momentos de reflexión y
reposo. Y no basta tener dinero o una preeminencia social para no
estar dentro de la morralla humana. Hay la morralla rica y la
morralla pobre, y esta última es quizá la menos antipática de las
dos.
Este
prólogo casi doctrinal es un alegato oscuro, imperfecto,
desordenado, hecho con prisa. Más que enfrentarse a su amigo y, en
muchas materias maestro, Baroja intenta dar una explicación sobre su
obra ─en esa época la mayor parte había sido ya escrita, al
menos, sus mejores novelas─ en defensa de su
peculiar estilo narrativo,
un tanto anárquico que gusta de construir mundos de ficción de
horizonte abierto, habitados por personajes de carne y hueso, con sus
virtudes y sus defectos, como en la vida real ocurre. Baroja,
romántico, bohemio, defiende la libertad creadora y el rechazo de la
norma; Ortega, clásico, racional, defiende el método, la técnica y
el detalle. No son posiciones contradictorias; son puntos de vista
dispersos que proceden de dos mentes ilustres desigualmente
organizadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario